lunes, 18 de diciembre de 2006

Los Médicos Apaches


Hoy debo dejar el departamento. El arrendatario llegará a mediodía y sigo esperando una nueva destinación. Me seduce el ofrecimiento del Licenciado Adulón para hacerme cargo de este nuevo emprendimiento; me refiero al asunto de certificación de calidad. Sé que mi amigo no es del todo confiable, pero quiero creer -siempre he preferido obrar así- que sus incumplimientos o inexactitudes se deben a una mala planificación, a la mala suerte, nunca a la mala intención.
Dejo el departamento, que entregué en arriendo amoblado, y camino sin rumbo. Mi equipaje queda en custodia en el terminal rodoviario, y no por mera convención: una ciática me impide seguir caminando con la maletota, aunque tenga ruedas. Pienso que, talvez, me haría bien una sesión de baño turco. Busco un local que vi en el centro, en una galería apartada, pero no logro dar con él. En vez, doy con un sitio con aspecto de consulta dental, presidido por el siguiente letrero: "Médicos Apaches del Amazonas". No sé por qué, entro. El local está repleto de gente modesta. Una dependienta repara, supongo, en mi vestimenta -suelo vestir de traje y corbata, con prendedor de perla- y me hace pasar de inmediato. Me recibe un tipo que dice ser colombiano, habla como cubano y es, con seguridad, chileno. Viste delantal de médico, aunque con multitud de pulseras, esclavas y anillos de oro. Me ofrece asiento, me hace servir un café humeante que bebo sin remilgos y trabamos amena charla o, más bien, me avengo a escuchar una divertida declaración de principios de la galénica alternativa apache, "lo que pasa es que, antiguamente, los apaches bebieron de la fuente de la sabiduría de las tribus amazónicas", me explica. Le pregunto si no le parece un poco difícil que, mediando tamaña distancia, esos dos pueblos hayan tenido contacto. No me entiende exactamente y se lo explico utilizando como unidad de medida las jornadas de viaje a pie que, supongo, tomaría desplazarse desde cualquier punto del Amazonas a cualquier sitio de Norteamérica. "Ah, eso está fuera del entendimiento occidental", contesta; "es sólo cuestión de fe", agrega. Acto seguido da por terminada la charla y me pide una colaboración, "yo no cobro, es para la obra", me aclara. "Lo que pasa es que tú tienes mucha pesadumbre sobre los hombros y debes a-li-via-nar esa carga. Y yo creo que es el dinero lo que te pesa. Sí, te pesa porque lo has convertido en un ídolo, como hacen tantos otros. Pero aquí no cobramos, porque todo lo que nos dan, cuando tú nos das, todo ese poco dinero que recogemos, es un mero instrumento, para engrandecer la obra; y la obra ha seguido creciendo y tenemos un templo en Recoleta. Quiero invitarte, hermano, porque nosotros ahora somos cristianos..."

Entonces recordé una noticia leída días atrás. Se trata de una iglesia organizada por un "obispo" que reclutó casi exclusivamente a jubilados y a varios de ellos los convenció de hipotecar sus casas para engrandecer la obra. Tiempo después comenzaron los desalojos judiciales y la indignación cundió. Solía hablar, el obispo, de las "palomas de la paz", refiriéndose a cada uno de sus cooperantes hipotecarios, que con su testimonio de desprendimiento llevaban la palabra al círculo de sus amigos y familiares, pero lo cierto es que tanta ave vilipendiada se transformó en una estiercolera de demandas y querellas. Le pregunto si él es el obispo. "No", me dice, "lamentablemente nuestro hermano ha tenido que pasar a la clandestinidad, pero la palabra sigue escuchándose, clara y fuerte, en nuestro programa radial", agrega, mientras me señala la ubicación en el dial, escrita en un calendario de bolsilo que me regala, con la imagen de un Cristo con atuendos originalísimos; "la palabra nos llega semanalmente en un cassette y por supuesto que no sabemos dónde está nuestro hermano; y es mejor así, porque las leyes de los hombres no sabrían, no podrían entenderlo. Nosotros respondemos ante Dios, porque la ley de Dios es la que nos rige, no la de los hombres".

Abandono el local sin pesadumbre; en realidad, olvido por momentos mis preocupaciones y no puedo evitar sonreír. No puedo dejar de pensar en el Licenciado Adulón, que de buen grado abriría una sucursal de esta iglesia en su país. Se me escapa una carcajada que resuena en la galería, semivacía a esa hora, con sus peluquerías y tiendas de bisutería.

Entro a almorzar en un barcito de bajo, de bajísmo precio. Por la radio AM de la cajera se escucha con suficiente nitidez: "Queridos hermanos, desde la clandestinidad y porque no tememos en presentar cara ante Dios, les habla..."

domingo, 17 de diciembre de 2006

Mi Amigo el Policía

El auto era pequeño. Las ventanas eran tan oscuras que, con seguridad, nadie nos veía desde el exterior. Nadie, tampoco, se aventuraba por ahí, salvo algunos campesinos que esporádicamente pasaban, un par de ellos portando pancartas, dirigiéndose, al parecer, a una concentración en el Parque Urbano.

El tipo de la casaca amarilla era, sin duda, el jefe. Rubicundo y de acento camba, no era ni necesitó nunca ser policía. Los demás, meros ganapanes de uniforme, más bien collas.

-Queremos el maletín- fue todo lo que dijo.

-No lo tengo, me lo han robado- respondí.

-Por última vez: ¿dónde está el maletín?- repitió.

Cuando se está entre dos tipos, en el asiento trasero de un auto, la propia vulnerabilidad alcanza grado sumo. Lo aprendí aquella vez, cuando contesté:

-Ya dije que no lo tengo. Alguien me lo sustrajo anoche.

El jefe me dio un golpe de puño, mientras mis dos acompañantes me sujetaban de los brazos y comenzaron a darme codazos aleves, hasta que uno de ellos terminó apoyando el caño de un arma en mi costado.

-Por favor... créanme-, alcancé a decir, con el clásico sangrado de narices que a uno lo aqueja en estos casos.

La montonera de golpes sólo igualó en intensidad a la de improperios. Mis quejidos y ruegos, en cambio, sólo eran notas decorativas, agudas campanillas en el tráfago de sonidos sordos y feroces.

-Doctor, es mejor que hable- intervino el policía al volante. –No es bueno para su salud, ni tampoco para la nuestra, que todos tenemos familia y después uno llega a casa tenso y enojado por estas dificultades. Aliviánenos la carga y ayúdenos a hacer patria. Ya le dije: yo soy responsable por Usted.

En ese instante llamaron al celular del jefe. El tono de llamada era plácido, de un bibliotecario que desea no molestar a los lectores cuando lo llama su madre. El tipo contestó de inmediato. Dijo un par de frases y cortó.

-Tienen el maletín. Quieren negociar.- dijo.

-¿Estás seguro?- preguntó el policía.

-Sí. Es el Dr. Justiniano. Dice que lo recuperó mientras este tipo -me indicó con un ademán-
salió a emborracharse anoche.
Oí un click, como de bala pasada y dispuse mentalmente de mis últimos segundos de vida.

-No, dentro del auto no, luego no hay cómo sacar los restos de pólvora. No le demos argumentos al Dr. Justiniano. Sáquenlo.- dijo el jefe.

Mis dos acompañantes me invitaron a descender del vehículo.

-Déjenlo que corra y le dan.- agregó el mandamás cuando ya habíamos descendido. Cada uno de mis custodios me sostenía de un brazo. Pasaba entonces un par de campesinos. Un camión cargado de gente rumbo a la concentración se detuvo a pocos metros de nosotros para recogerlos.

Entonces, decidí hacer algo, no sabía exactamente qué o, más bien, cómo. Debía golpear a uno de mis custodios. Lo hice. El otro desenfundó con la mano libre y escuché un disparo, no supe de quién. Me zafé y corrí. A los pocos pasos tropecé. Los campesinos se alarmaron y, tras el primer estupor, se abalanzaron contra mis custodios, juzgándome, como era obvio,
el más débil. Así funcionan las masas, habría pensado, si hubiese sido un tranquilo espectador, pero mis urgencias eran otras. Me puse de pie y seguí corriendo. Escuché ruido de parabrisas trizados y de puntapiés hundiendo carrocerías, junto a varios disparos. Media cuadra más adelante, volteé y vi cómo el auto de mis captores retrocedía a toda velocidad, mientras uno de sus ocupantes arrojaba una bomba de humo. Corrí otro poco, con la abierta resolución de salir del país de inmediato. Ya podría explicarle todo a mi amigo Alberto, que en ese instante estaría arribando desde Buenos Aires. Estaba agitado. Encontré un taxi.

-Al aeropuerto Viru Viru.- pedí al chofer.


domingo, 10 de diciembre de 2006

El Maletín











Sólo el recuerdo de las peripecias en que me envolvió el asesinato del Dr. Vaca Díez logra sacarme de mi preocupación actual: como ya saben, di en arriendo mi departamento; pero, como era de suponer, no hay novedad alguna con mi regreso a Zamboanga o con alguna nueva destinación. Ahora bien, pasados todos estos años, resultará evidente para ustedes que zafé del asunto de la desaparición del Dr. Vaca Díez, en aquella ocasión, y que, en esa ocasión, pude retomar a tiempo mi puesto en Filipinas, antes que se declarase su vacancia; y si entonces pude, pienso: ¿por qué ahora no puedo reasumir mi puesto, si no hay, siquiera, un cadáver de por medio?
Fueron más de dos, varios más de dos, los whiskys que me invitó el Licenciado Adulón, pagados por él esta vez. Dudaba si contarle o no de mis preocupaciones, pues entonces no era, ni aún lo es, de mi absoluta confianza. Cómo decirlo: es leal, pero se distrae fácilmente. Esa noche, en el bar de Los Tajibos, se largó con un discurso sobre la amistad, los negocios y sus dificultades, de cómo más importante que tener plata (y en esto ponía mucho énfasis) es tener amigos; y él me consideraba su amigo en todo sentido. Así siguió discurseando y asentía, yo, mientras empezaba a sonreírle a una rubia delgada y a la vez untuosa, pasada por lo andino, como diría una amiga, que sentada en la mesa contigua me coqueteaba abiertamente, tan graciosa, con su vestido turquesa de raso, con ropa interior asomante, al tono. Estaba acompañada de un hombre que era su hermano, me dijo, de visita en Santa Cruz. No supe si eran sus curvas o el whisky, pero me embriagué con resolución. Bailamos, creo, y nos reímos, afirmo, y malamente recuerdo que montamos ella y yo, sin su hermano, en el 4x4 del Licenciado, quien también estaba acompañado por otra chica, parece, que no sé de dónde salió, aseguro. Pese a que intento un riguroso recuento de los hechos, sólo recuerdo o imagino unos besos y caricias algo gruesas.
Aquella noche, ya de madrugada, fui devuelto, me parece, como una imagen milagrera a mi hotel; esto es, en andas, que por mis propios medios no era capaz, sigo queriendo recordar, de actividad locomotora alguna.
El teléfono sóno un par de veces y, pese al yunque que creí tener sobe el cráneo, contesté, recordando de súbito mi situación policial. Era el fiscal. Enviaría por mí en media hora para "conversar", pidiéndome que reconociera algunas pertenencias del Dr. Vaca Díez. "Yo apenas lo conocí", intenté, pero el fiscal cortó. Colgué el tubo del teléfono y entonces vi el cenicero con colillas manchadas de lápiz labial... ¡el maletín!
Me incorporé y ni caso hice al dolor de cabeza. Bajo la cama, en el baño, no estaba. En el closet. En el frigobar. Fue inútil. Recordé el auto de la Licenciada. Aunque improbable, revisé la posibilidad de que lo hubiese guardado de nuevo en la baulera. Había dejado el auto, el día anterior, en el estacionamiento de mi hotel. Bajé. La baulera estaba forzada, la cerradura destrozada. No estaba, obviamente, el maletín. No me atreví a preguntar al personal del hotel. Me atreví, apenas, a asomarme a la calle. Los policías que la noche anterior aún estaban, cuando salimos con el Licenciado Adulón, ahora no estaban. En cambio, estaba otro vehículo policial, a bocajarro.

-Dr. Gálvez, vengo a recogerlo-. Era el mismo policía que me había entregado el día anterior el papel de parte de la Licenciada. No venía solo. Lo acompañaba un tipo vestido de civil, de llamativa casaca amarilla, que no me miró ni habló en todo el viaje.

El fiscal, apellidado Justiniano, me recibió sin levantarse. Observaba unas fotos de un cadáver semidesnudo. Se demoró. Yo seguía de pie. Sólo al rato me las alcanzó. Eran del Dr. Vaca Díez.

-Tiene heridas cortopunzantes. Este escalpelo estaba junto al cuerpo- dijo. Me mostró un utensilio reluciente, con manchas color sangre seca. -El forense dice que con esto lo ultimaron. Parece que pertenecía al occiso, pero no hemos encontrado su maletín, ¿qué le parece?

Asentí, no sé por qué.

-Usted es amigo de la Licenciada Peredo, ¿verdad? Entiendo que la noche del homicidio se fueron juntos del karaoke- continuó, mientras revisaba otros papeles.

-Sí, somos amigos, aunque desde hace muy poco, pero ahora somos...- deploré mi ocurrencia al mismo tiempo que la pronunciaba y me detuve.

-Lo escucho, Dr.

-Bueno, ahora somos... sí..., amigos.

-Ah, muy bien. ¿Quién cree Ud. que pudo querer matar al Dr. Vaca Díez?

-No tengo la menor idea, la verdad, sólo lo conocí aquella noche y sé que era cirujano plástico.

El fiscal levantó la vista.

-¿Cirujano plástico? El Dr. Vaca Díez era oftalmólogo. Un conocido oftalmólogo.

-No sé... yo conversé con él y me comentó que lo suyo eran los implantes mamarios- el fiscal me miraba entre divertido e incrédulo.

Pasó un rato, corto pero demasiado largo para quien está de pie, con una foto de un cadáver en la mano, en suelo extranjero, intentando sostener la mirada de un fiscal, sentado, quien sostiene, en su mano, un escalpelo tan directamente conectado con el sujeto cuyo retrato ensangrentado yo sostenía en la mía. Finalmente sonó su celular y el tipo salió para contestar. Largo rato después, vino el policía que me había traído, me informó que podía irme y ofreció llevarme de vuelta al hotel.

-No, muchas gracias- dije mientras avanzaba hacia la calle, recordando que debía recoger a Alberto en el aeropuerto, donde no quería llegar con custodios uniformados.

-Insisto, Doctor. Yo soy responsable por Ud.- dijo el policía.
No tuve opción. Me invitó a subir a un auto blanco, con las ventanas polarizadas. No parecía un vehículo policial. Me senté en el asiento trasero y entonces vi al tipo de la casaca amarilla en el asiento del copiloto. Sendos policías entraron, por cada una de las puertas traseras, con deliberada brusquedad y quedé en medio de ambos. El auto partió y enfilamos por una polvorienta avenida, en una zona poco transitada, de galpones y sitios eriazos. Muy pronto se detuvo. Entonces el tipo de la casaca se volteó.

-Ahora vamos a conversar- dijo.

sábado, 9 de diciembre de 2006

Buscando Ayuda


Esa mañana, luego de chequear mi identidad, los policías habían decidido, de momento, excluirme de sus indagaciones. Conseguí algo de ropa y chocolates para la Licenciada y la visité en la comisaría de la Policía Técnica Judicial (PTJ). Vestía aún su gran bata púrpura y contestaba con desdén a las indicaciones del comisario.
-Es importante mantenerse tranquilo-, me dijo al oído mientras le besaba la mejilla.
-Sí, pronto saldrás de esto- contesté.
-No. Me refiero a otra cosa. Luego te explico.
En ese momento entraba el fiscal, Justiniano se apellidaba y rápidamente ordenó mi salida y la de otros visitantes. Un policía me entregó un papel, "de parte de la Licenciada", me dijo, sin dejar de escrutarme y tardando más de la cuenta en la breve acción. Por fin soltó el papel y lo guardé, lo más rápido que pude, maldoblándolo. El crepitar hizo levantar los ojos al fiscal. También me miró la licenciada. Me sonrió. Salí.
Mi corazón se desaceleró sólo después de la segunda cerveza, en un chiringuito a tres cuadras de la PTJ. No me atrevía a mirar el papelito. Me atreví. "El maletín del Dr. Vaca Díez está en la baulera de mi auto", decía escuetamente.
¿Qué hacer? ¿Qué quería la Licenciada que yo hiciera?
Como autómata entré al estacionamiento del motel, donde aún estaba su auto. El encargado me entregó las llaves sin preguntas.
El auto era un "transformer", importado desde Japón con poco uso, con el volante a la derecha de fábrica y cambiado a la izquierda junto con los pedales, de manera artesanal. Por este motivo, los marcadores quedaban frente al copiloto y cuando la Licenciada había querido revisar el combustible a la salida del karaoke, apoyando su mano en mi pierna para observar mejor el marcador, no pude evitar imaginar que se aplicaría a una fellatio sin preámbulos. No fue así.
Salí raudo, y me estacioné en las cercanías. El maletín del Dr. Vaca Díez sólo tenía implementos propios de su profesión. Estaba desconcertado. Revisé nuevamente el papelito y reparé en un doblez. "Si no podés, por favor buscá un especialista", decía.
No conocía prácticamente a nadie y la Licenciada, según el telediario, había sido formalizada por homicidio esa misma mañana. Se mencionaba que fue detenida en compañía de un extranjero, a quien, por ahora, no se identificaba.
Encerrado en mi habitación, trataba de pensar. Me sobresaltó el teléfono. Era el Licenciado Adulón invitándome a unos whiskys.
-No tomes a mal nuestra conversación de anoche, hermano, nadie quiso ofender a nadie; son cosas de hombres.
No quise que el Licenciado sospechara y acepté. Me recogería en mi hotel a las nueve de la noche. Antes, debía encontrar ayuda, algún especialista, como decía la Licenciada o, por lo menos, alguien de mi absoluta confianza. Revisé concienzudamente mi arrugada agenda, aumentada con innumerables sobres y papelitos y al fin lo encontré. "Alberto Santoro, investigaciones privadas" rezaba su tarjeta, junto a un número telefónico en Buenos Aires. Disqué de inmediato.
Conocí a Alberto en Santa María, mi primera destinación consular. Un poco mayor que yo, era liquidador de seguros de la marina mercante, "si se te pudre el cargamento de bananas, yo puedo determinar cómo y cuándo falló el equipo de frío, si fue accidental o por negligencia del encargado", se ufanaba. "Las bananas deben mantenerse entre 11 y 14 grados celsius", agregaba. Cuando se retiró, abrió su oficina de investigador privado, con algún éxito.
Al primer intento, nadie contestó. Me intranquilicé y miré por la ventana, a la calle. Frente al hotel estaba estacionada una patrullera y dos policías conversaban. ¿Tal vez la Licenciada se hizo acompañar deliberadamente por mí para luego culparme? ¿Qué podría significar, o que podría contener el maletín del Dr. Vaca Díez? Estaba perdido.
Volví a discar y al tercer intento me contestó una voz recia, de malevo porteño. Era Alberto y me reconoció de inmediato. "Necesito tu ayuda", clamé.
Me explicó que ya estaba retirado, que estaba enfermo y que cuando pasara por Buenos Aires lo visitara. "Alberto, si no me ayudas, es probable que no salga de Santa Cruz en por lo menos veinte años", insistí.
Le expliqué la gravedad de la (mi) situación y al fin accedió. Quise hablarle de sus honorarios y me interrumpió, "si salís de ésta, me pagás", se rió. Quise reírme.
Alberto llegaría en Aerolíneas Argentinas al día siguiente, a las dos de la tarde.
Fuertes golpes a la puerta me sobresaltaron y tropecé. Eché de menos el papelito. ¿dónde estaba? ¿en mi bolsillo, en la mesa de noche, dónde? Lo busqué frenéticamente, en vano.
-Abre, cabrón-, escuché la inoportuna voz del Licenciado Adulón.

jueves, 16 de noviembre de 2006

El Crimen


La Licenciada Peredo era muy conocida en aquel karaoke del Segundo Anillo. Se sentaba a la mesa, luego se levantaba a saludar un par de mesas más alla, brindaba con los dueños, volvía. A cada uno de sus acompañantes nos dedicaba un par de minutos y su sonrisa. Era toda vitalidad y sus cuatro acompañantes sabíamos que, cuando abandonaba la mesa, a su regreso el turno era para otro de nosotros, quien en los próximos dos minutos podía captar totalmente su atención. Como recensión, transcurrido ese breve lapso, la Licenciada sonreía y cambiaba de tema. Nos contaba historias y anécdotas del rubro farmacéutico que, increíblemente, resultaban tener gracia, como la de aquel diputado que entró a comprar un potente fungicida y fue reconocido por todo el mundo, pese a usar anteojos oscuros. Claro, era de noche y fue precisamente eso lo que llamó la atención. Al día siguiente, nos contaba, se especulaba en la primera página de "El Deber" que este diputado padecería una grave enfermedad contagiosa y su asesor de prensa debió achacarle la enfermedad a su suegro quien, al no haber sido consultado y militando en otro partido, y pese a vivir en el exterior, fue contactado por un canal de televisión y se expidió, digamos, con vehemencia en contra de su yerno, lo que obligó a su vez al diputado aludido a acudir a su asesor, nuevamente, esta vez para reconocer su error, dando parte de enfermo e indicando que por prescripción médica descansaría en su finca un par de meses.

La Licenciada intercalaba comentarios a guisa de presentaciones entre sus acompañantes, quienes, me dio la impresión, éramos todos desconocidos entre nosotros. Uno de ellos era su socio y pariente, el Licenciado Peredo; el otro, el Dr. Justiniano, químico-farmacéutico y miembro, al igual que ella, del Directorio de la Asociación Farmacéutica. Por último, un tipo que parecía ser un amigo aventajado de la Licenciada, que se presentó como Dr. Vaca Díez, cirujano plástico.

Cuatro varones, sentados a la mesa presidida y dirigida por la Licenciada Peredo.

En cierto momento comenzó el baile, con orquesta y todo. En una gran mesa del otro extremo había un grupo ruidoso, al parecer de argentinos. Alguno de ellos pidió un tango y aproveché para invitar a la Licenciada a la pista. "Yo no bailo, gracias", me acarició con su sonrisa. Me volví a sentar. Una pareja de aquella gran mesa se lucía bailando, de un modo que parecía profesional. Había poca luz, pero en un instante pude verles el rostro a ambos y me parecieron conocidos. Creí que talvez los pude haber visto en un espectáculo de danza, especialmente a ella y sus ojos, en Buenos Aires o Madrid. No sé. A veces falla la memoria, pero una mirada queda grabada como un tatuaje.

En nuestra mesa avanzaba la alegría y poco a poco noté que la Licenciada me dedicaba más miradas. "Nos vamos" dijo bien pronto, al tiempo que se levantaba. Su socio le ofreció llevarla y yo atiné a despedirme. "No, vos te vas conmigo", me dijo, dando besos volados de despedida a los demás.

Cuatro varones acompañamos, esa noche, a la Licenciada Peredo y sólo yo, esa noche, gocé de sus favores. Con pericia condujo a velocidad sideral, riéndose al cruzar con semáforos en rojo y pasando en frente de unos policías de talante no muy convincente que, a decir, verdad, dudo que nos vieran.

Estacionó, porque no entró, sino que la Licenciada Peredo estacionó directamente en un motel, luego de trasponer la entrada sin reducción de velocidad alguna, francamente con escándalo y, además, con mucho peligro para cualquier peatón que se aventurase en aquel momento por ahí. El estacionamiento, individual, conectaba directamente con una suite en la planta alta, y hasta ahí subimos, yo de la mano de la Licenciada, agitado no sé si por la velocidad de nuestra llegada o por el pronóstico de abundancia que se me ofrecía.



No sin esfuerzo la amé, esa primera noche, aunque con gusto, además de muchas otras noches, en que también la amé intentando que fuese con ternura, pero la Licenciada daba al tacho con mis gestos tiernos y se hacía amar vigorosamente. Pocas veces me besó o se dejó besar; lo suyo era las ganas de vivir con un ardor juvenil inacabable y casi siempre me tocó secundarla en el camino hacia el lecho, siempre dirigido de la mano por ella, incapaz de ajustarme, yo, al ritmo de su iniciativa y de resignarse, ella, al ritmo de la mía.

Aquella noche, acabada la apoteosis, me sumergí en un sueño profundo.
Cuando amanecía, desperezamos con golpes a la puerta. La Licenciada, con toda la iniciativa que siempre la caracterizó, se adelantó, cubierta de su gran bata púrpura y abrió sin más. Yo miraba prudente y púdicamente en un segundo o quizá tercer plano...

-El doctor Vaca Díez está muerto...-, recitó el policía. -Lo siento, Licenciada, queda detenida- completó.

Sobresaltos de un Tasador

No hay esperanzas. El legajo con la apelación a mi salida forzada del Cuerpo Consular se extravió y no hay, me entero, respaldo informático. Habrá que ingeniárselas al modo antiguo. "Más discurre un hambriento que cien letrados" dice un sabio nacional, reconocido por sus máximas que ayudan a enfrentar el frío estival costero. Veremos.
Encontré un empleo. Temporal. Le entregué el departamento en arriendo a una Corredora para quien trabajé un verano, muchos años atrás. En aquel tiempo juzgué oportuno seguir un curso de tasación de inmuebles y ahora, pese a haber olvidado hasta lo elemental, me han pedido que practique un par de tasaciones complejas.
La primera es una gran, gran casa en Lo Curro, con cava de vinos subterránea, escondida en su bosquecillo privado, que me superó; valdría, supongamos, una millonada, y así lo consigné. "Dos millonadas, como mínimo", corrigió el dueño.
Me despedí y caminé once cuadras para tomar transporte público de regreso, pese a que la casa (lo sé porque así lo consigné en el informe) se sitúa en el área urbana de Santiago. Los jardineros y empleadas domésticas que a esa misma hora estaban de salida fueron mis compañeros de viaje y me resigné a disfrutar de la selección melódica del chofer, que nos regaló cumbias y baladas (así les llaman).
La segunda es una casona donde funciona una pequeña clínica siquiátrica, cerca de Plaza Ñuñoa. Me recibió el Director y me condujo a la Sala de Espejos. Saludé a algunos médicos y enfermeros y trabamos amena charla sobre distintas clases de cigarrillos (de entrada uno de ellos me pidió que le convidase, pero ya no fumo; me extrañó la petición, tratándose de un establecimiento de esta clase).
-¿Quién autorizó esto?- irrumpió con acritud un sujeto que parecía embelesado con su propio porte y cargo.
Desconcertado, pregunté con la mirada a mis contertulios si se trataba de un paciente suelto, pero todos se pusieron de pie y salieron en silencio. Momentos después entró quien yo creía el Director y el Embelesado lo recriminó, le espetó que su condición de ayudante es un privilegio y que no se extralimite; de lo contrario, no se le permitirá la entrada al sector de oficinas, debiendo permanecer para siempre en el pabellón. "Para siempre", le repitió, clavándole el pulgar en el pecho.
Por supuesto me presenté y el Embelesado, ahora devenido en malagestado, me indicó rápidamente la disposición general del inmueble, mostrándome un plano fijado a una pared; "lo dejo, para que trabaje tranquilo", arguyó.
Estuve un par de horas en el recinto y volví a cruzarme con algunos de los supuestos médicos y enfermeros, pero escondieron la mirada. Conservaba la casona rasgos de un esplendor añejo: puertas de roble, pasamanería de bronce y fierro forjado, especialmente hermosa me pareció la escalera que conducía del hall a la oficina del Director. En fin, terminé mi trabajo y me dispuse a irme.
A la salida me encontré con un guardia distinto del que me recibió; supuse que se produjo un cambio de turno. "Adiós", le dije, caminando resueltamente hacia la puerta.
-Epa-, me dijo el tipo, con uniforme y sombrero estilo guardabosques del Oso Yogui; -a qué hora lo vienen a recoger?-
-Qué recoger ni que nada, me voy solo- respondí ridículamente.
-Aquí ningún interno se manda solo- me dijo.
-Soy el tasador y me voy ahora- dije mientras sacudía vigorosamente una puerta de reja que me separaba del portal, cuyo estruendo me devolvió, si cabe la expresión, una imagen poco digna de mi persona.
El Embelesado, atraído por la algazara, zanjó así la discusión con toda amabilidad: "mire, muéstreme su credencial y se va".
Iba a contestarle que por qué no se iba mejor al regazo de su madre, aunque preferí explicarle que, circunstancialmente, en esa ocasión no portaba credencial alguna. Mis compañeros de charla, los supuestos médicos y enfermeros, terciaron en la discusión y me apoyaron con decisión y, se diría, hasta con bravura, desde que empezaron a arrojarle almohadas y otros objetos un poco más contundentes al Embelesado, quien optó por refugiarse tras el guardabosques. En ese momento se bajó de un taxi un gordo de aspecto simpático, de traje y corbata roja, con nariz al tono. Todos callaron: este sí parecía ser el que manda. Sacó gran llavero, escogió con lentitud las tres llaves necesarias y abrió la reja. Entró, volvió a cerrar, miró los destrozos y dirigió una mirada reprobatoria al Embelesado. Comenzó a subir por la escalera.
El gordo se asía firmemente del pasamanos de bronce y aspiró con dificultad. Subió unos peldaños más y se volteó.
-No los puedo dejar solos ni un rato- regañó.

domingo, 12 de noviembre de 2006

La Licenciada Peredo

En estos trances uno siempre confía en la Providencia. Mi apelación en que pido se revoque mi expulsión del servicio consular aún no ha sido resuelta y, sin embargo, he puesto en alquiler mi departamento, ante la inminencia (así quiero creer) de una nueva destinación, que creo merecida, aunque por ahora resulte un poco esquiva... o talvez mi futuro laboral esté ligado al negocio que me ofrece el Licenciado. Bueno, ya veremos.
Por ahora, debo contarles quién fue la Licenciada Peredo.
Decíamos que cuando llegué al hotel, me encontré con un mensaje de la Licenciada, invitándome a un conocido karaoke del Segundo Anillo. Nos conocimos en el avión de Santiago a Santa Cruz. Ella venía de hacer compras para la cadena de farmacias familiar en laboratorios de Santiago, que son filiales de laboratorios brasileños o mexicanos, que a su vez responden a grandes conglomerados de ignota ubicación. Mi hija me dice que así es la globalización. Bueno. Lo cierto es que la inmensa grupa de la Licenciada ocupaba, además de su asiento, un tercio del mío. Esto me produjo durante todo el viaje una leve molestia, matizada o francamente opuesta a la agitación que su cercanía inevitable me provocaba. Pensé en un momento que sus grandes dimensiones obedecían a alguna causa mórbida, mas pronto despejé la duda cuando, preso de la impaciencia, decidí averiguar de algún modo si el tono muscular de sus posaderas daba cuenta de una rigidez comparable a la que su contacto obligado me provocaba. Pues ocurrió que ella, al dormirse, se arrimó aún más a mi por entonces atlético cuerpo, de modo que, obrando en consonancia, dejé (ella diría, luego, que puse) mi mano sobre mi asiento, pero en franco curso de colisión con sus asentaderas que con voracidad se iban apoderando de cada centímetro de mi sitial. Hasta que el momento llegó. Triunfal y cumplidamente, mi mano quedó como sosteniendo su maciza humanidad que, oh paradoja, surcaba leve en ese instante los cielos del altiplano, tal vez sobrevolando el Uyuni. Actué como una mezcla entre Atlas y Dionisio y pude entonces comprobar cómo no había en aquella porción de su fondillo la más mínima blandura o debilitamiento. No. Era todo de una fibrosidad sorprendente, un paraíso de abundancia y firmeza de carnes como no había conocido. “Es el clima tropical” me explicó, sin más, cuando despertó, sabedora del tenor y objeto de mis averiguaciones, mientras me pasaba su tarjeta y se unía a un grupo de dos o tres amigas para descender juntas del avión, al término del viaje.
Al día siguiente la llamé, sin encontrarla. Pasaron algunos días y, casi olvidado el episodio (mentiría si dijera simplemente “olvidado”), recibí su mensaje al retorno de la visita al predio de Gonzalino.
Un rápido duchazo, perfume, taxi y ahí estaba, frente a un local polifuncional: banco y cervecería en la planta baja y gran karaoke en toda la planta alta.
La Licenciada Peredo, de pie en un bien montado escenario, sólo me miró condescendiente, sin dejar de cantar “Ay, Jalisco, no te Rajes”, con una vitalidad que se constituyó en, otra vez, motivo de sorpresa, mientras giraba hacia otro sector del local donde no pocos asistentes la escuchaban con franca atención.
Con un cerrado aplauso concluyó su interpretación y vino a mi encuentro, resuelta y con gracia. Me saludó afectuosa aunque rápidamente y me llevó de su mano a una mesa cercana. Era, sin duda, grande y resuelta; y aquella noche estaba hermosa.
Cuatro varones y ninguna otra mujer acompañábamos, aquella noche, a la Licenciada Peredo, grande, resuelta y hermosa, en ese conocido karaoke del Segundo Anillo.
(continuará).

lunes, 6 de noviembre de 2006

Palabra(s) del Editor

Anoche encaré a mi editor por dejarme mudo tantos días. No me contestó. Le pedí que por lo menos me entregara una frase, algo para publicar, pero estaba muy ocupado con una chica. Por fin, con gesto huraño y sin mirarme me pasó un papelito que dice así:

"GUÍA PARA LA DETECCIÓN TARDÍA DE CRISIS

Casi todos los grandes poetas murieron antes de los cuarenta años.
Mi futuro: quiero escribir novelas y ya cumplí cuarenta y dos."

Cuando se iba, le pregunté cuándo publicaría; "cuándo publicamos", fueron mis palabras exactas, mientras era arrastrado al interior del ascensor por su acompañante. Se encogió de hombros y cuando las puertas se cerraban dijo, talvez a modo de respuesta: "
mañana".

miércoles, 1 de noviembre de 2006

Un Fiducio

No consigo todavía una audiencia con mis superiores; simplemente me mandan a decir que el consulado en Zamboanga no va más, que con lo de Cadina casi meto al gobierno en un problema y que no quieren verme.
Analizo las posibilidades. Mis pocos caudales quedaron en un banco filipino, con el que no consigo comunicarme. Repaso la carta del Licenciado. Me cuenta que es representante en Bolivia de una compañía internacional de certificación de calidad, que tiene sede en Santiago. Telefoneo y me lo confirman. Me ofrece, inmerecidamente, encargarme del área de turismo de su empresa, “todo lo que tienes que hacer es viajar por Bolivia y les vas poniendo calificaciones a los hoteles, a las empresas de transporte, a los servicios públicos. Yo estoy en la Gerencia General y no estoy teniendo tiempo para eso, hermano. Necesito alguien de confianza y, sabiendo de tu don de gentes, creo que eres la persona indicada para el cargo”.
Repaso muchas veces la carta, sin decidirme. No dejo de pensar en los dislates de mi amigo, tan inapto para los negocios como yo, aunque, eso sí, harto más audaz. Recordé cómo se hizo socio del colla Gonzalino, sin poner un puto peso de capital. Esa historia continúa así:
Volvimos del campo ya de noche y tuve mi primer disgusto con el Licenciado. Un poco bebido, el licen zigzagueaba de una manera perfecta, lo justo para eludir sin proponérselo los tremendos baches de aquella carretera. Antes de llegar al puente sobre el Río Grande, abundó en argumentos que explicaban por qué su asociación con el colla estaba destinada a convertirlo en un hombe rico.
-Es cuestión de raza, hermano –empezó-. Gonzalino es buena persona, pero hay que ayudarlo, para eso estamos; ya te hablaré de lo que podemos hacer con él y los informáticos. Hay negocios interesantes. Hay que ayudarlo porque él solo no puede, está trabajando con dirigentes originarios que le han echado un ojo a su propiedad. Por suerte acá tenemos también gente de otra formación, personas capaces. Porque tú te fijas, por ejemplo, que en Argentina, la verdad, es que no hay gente inteligente. Son muchos; pero, dime tú, ¿hay algún argentino que se destaque?
-Bueno, está Borges, Cortázar, Sába...
-Pero esos son escritores, hermano -
interrumpió-. Yo te hablo de PENSADORES. Por ejemplo, acá tenemos al Dr. Plinio Correa, que dice cosas muy interesantes, fíjate que él aclara por qué no se puede confiar todavía en los indios...
-Mire, Licenciado. Para empezar, Plínio Correia es brasileño (vivía entonces) y no está muy acreditado como pensador; ¿acaso tiene Ud. familia y propiedad?
-No te entiendo, hermano.
-Bueno, sabrá Ud. que don Plínio creó Fiducia y para ellos es pecado mortal abrirles los ojos a los campesinos, porque pierden su ingenuidad, su pureza original, y terminan alzándose contra su patrón, quien tiene el poder de gobernarlos por mandato divino.
-Fíjate que no lo había pensado así, tan claramente –
dijo-; vaya si ese cabrón es realmente un pensador, ¿no?
-Bueno, licen; para abrazar ese ideario Ud. debe tener, a lo menos, una tradición que defender, familia y propiedad; y, según creo, su familia está en Francia y la única propiedad que hay acá es la de Gonzalino, no vi la inversión de la que Ud. hablaba...
-¿Tú que te crees? –
pareció enfurecerse-. Para que sepas, yo estoy ABRIENDO MERCADOS, para que no sólo se beneficie Gonzalino, sino todos los soyeros del Departamento, y eso me hace un revolucionario, hermano, aunque por ahora no esté trayendo inversión directa, pero eso no es lo importante; le pego un telefonazo a cualquiera de mis amigos banqueros de la Fraternidad y me prestan lo que quiera, pero eso no es lo importante, te insisto. La plata fresca ya vendrá, en su debido momento. Pero te contesto algo que no puedo dejar pasar. Acá tenemos TRADICIÓN, ¿sabes lo que es eso? Es increíble pensar que la tradición hispánica se mantiene en Cochabamba, invariable. Por eso es que hemos sobrevivido pese a la mayoría de indios, no como en Argentina que aunque casi no les queda población autóctona, tienen tanto italiano...
A estas alturas, la conversación del Licenciado zigzagueaba de un modo comparable a su manera de conducir; entraba y salía del asfalto, tocaba y dejaba los temas que le interesaban, el peronismo, Franco, la grandeza hispánica frente a los pueblos originarios y a los italianos, etc.
-Oiga licen –lo interrumpí-, ¿no le parece que no están los tiempos para sostener o siquiera decir eso? Con esas ideas... ¿cómo se mantiene, o se mantenía, en el cuerpo docente de la Universidad de Nanterre?
-Mira, hermano. Uno sólo se da cuenta de estas cosas cuando las vive. Yo no voy a ir a decir esto en Francia, porque me meten preso, o cuando menos me quedo sin empleo, aunque tampoco me interesa, por el momento, retomar actividades académicas tan mal pagadas... pero fíjate tú lo inteligentes que somos, porque esto también te toca, aunque en Chile tienen menos indios, afortunadamente... te decía que ahí tienes el ejemplo de Séneca, el Español, nacido en España sólo sesenta años después de la conquista de Hispania y, sin embargo, escribió toda su obra en latín, alcanzando de inmediato la cumbre en esa lengua; en cambio estos indios, llevamos quinientos años y todavía no hablan castellano, ya ves... te lo digo: la supremacía hispánica es lo que va a salvar a Bolivia...
-Licenciado, si la memoria no me falla, ese Séneca era hijo de un romano, nacido en Roma, valga la precisión. Es obvio que el latín lo aprendió en casa.
-Esas son tonterías, lo importante es que Séneca el Español es el primer gran escritor español, y debemos estar todos orgullosos, yo por lo menos lo estoy y siento que formo parte de ese linaje, hermano, y me da mucha pena que tú no lo sientas así, te lo digo, si no sabes de dónde vienes..., ehh... ¿cómo sigue el refrán?
-Complételo a su gusto
-dije-. Por ejemplo, “el que no sabe de dónde viene, llega igualmente a alguna parte”; pero dígame, ¿y sobre qué escribió este antepasado suyo?
-Este... hermano, no me jodas...
–dijo molesto-. Yo te estoy hablando de algo serio y me desenfocas del tema... el jodido español escribió, y en latín, y eso es lo que importa.... allá tú con tus indios, a ver si llegas a alguna parte con tus cojudeces...
No hablamos el resto del camino. El Licenciado me dejó en mi hotel y me encuentro con un mensaje de la licenciada Peredo. Me espera, dice el papelito, en un conocido karaoke del Segundo Anillo.
(Continuará).

Explico Algunas Cosas ... y también pregunto


Ante las insistentes consultas, quedo obligado a aclarar:
1. No me he apropiado de la foto de Fernando Pessoa; él es sólo uno de mis heterónimos.
2. No es casual la semejanza entre lo que escribo y el estilo de Bryce Echenique: es una imitación deliberada.
3. Entre ires y venires, se me quedó la memoria en algún papel que acabó en el tacho. Tengo que meter varios datos en un currículum y el tiempo apremia; así que pregunto (en realidad la consulta es de mi editor, quien prefiere no aparecer): ¿qué edad me corresponde? Es importante definir este punto, para lo que viene.

Quedo a la espera de vuestra opinión.

domingo, 29 de octubre de 2006

Los Guarayos

Volví esa noche a mi hotel con doscientos dólares menos: los que le presté al licenciado más cien para pagar los whiskies. No abundaré en detalles sobre lo que gasté en otros placeres. Alguna duda razonable tenía sobre la viabilidad de los proyectos de mi amigo, mas hube de concederle el beneficio de la duda. No obstante, parecía estar bien relacionado y venía de vuelta de Europa con muchas ganas, decía, de trabajar por su país.
Así fue que me dejó invitado para visitar al día siguiente el campito de uno de sus amigos; “algo podemos hacer allí”, me dijo. Temprano pasó a recogerme en su movilidad 4x4 y yo y mi resaca nos encaramamos a esa especie de tanque japonés; “los traemos de Iquique, hermano. Total, cada cierto tiempo sale una ley que nacionaliza las movilidades con problemas de papeles, porque no le vamos a estar pagando impuestos a estos cojudos que viven usufructuando del estado, ¿no?”
Asentí con desgano.
“Vamos a sacar unas fotocopias y estamos listos” dijo, mientras yo pensaba en que el estado boliviano no había percibido un solo peso por concepto de aranceles de importación de semejante vehículo, y ahí fui entendiendo algunas cosas. O más bien, seguí entendiendo muy poco, aunque entendiendo, eso sí, por qué costaba tanto a ese país mover su desfinanciado aparataje. Ya temía otra vez por mi escuálida faltriquera, cuando veo de reojo en el tablero que el estanque de conbustible estaba lleno. Un alivio.
“Te voy a presentar a Gonzalino, hermano; está queriendo trabajar con nosotros”, me dijo el licenciado cuando llegamos. En efecto, Gonzalino era dirigente de un grupo de campesinos que hace años vinieron del altiplano y ocuparon tierras deshabitadas al oriente de Santa Cruz, planas y muy productivas; son los famosos “colonos”, a quienes los cruceños oriundos no les profesan particular simpatía. Gonzalino estaba orgulloso de lo hecho, pues cuando llegaron no había nada y tuvieron que hacer desmonte a machetazos, construyeron una escuelita (aunque nunca llegó un profesor) y vivían con lo necesario, o por lo menos con lo mínimo necesario. Sin embargo, ahora que Gonzalino trabajaba para el licenciado, estaba abriendo los ojos y quería más. “Gonzalino tenía estos campos convertidos en una lástima, hermano, pero ahora que somos socios hemos traído tecnología y estamos produciendo la mejor soya del Departamento. Lo malo, son los colonos que avasallan y quieren asentarse en cualquier parte”, se lamentaba el licenciado.
“Qué irrespeto”, asentía Gonzalino.
“Se me ocurre que bien podríamos captar recursos para dotar a algunas escuelas, incluso fundar una secundaria técnica, ahora que está en auge la exportación de soya”, lancé.
“Hermano, entiende que el comunismo se acabó; ahora lo que viene es la libertad de comercio, la productividad, la inversión”, sintetizó el licenciado su ideario; “eso es lo que no entienden estos putos”, completó. Mientras, a lo lejos, se observaban chozas, ganado y numerosos campesinos, mirando todos hacia donde estábamos. Sin duda, estaban esperando algo.
De pronto llegó un bus destartalado y de él bajaron unos treinta guarayos vestidos con atuendos citadinos, pero no dejó de llamarme la atención una especie de carcaj que llevaban al hombro. Alcancé a divisar claramente flechas y pensé que, dada la clara y persistente diferencia étnica, al primero que atacarían sería al “colla” Gonzalino.
Pero Gonzalino y el Licenciado (me escribió indignado y le prometí ponerlo con mayúscula) saludaron efusivamente a quien parecía ser el jefe y luego me explicaron su plan: los colonos, “collas” del altiplano sin los anticuerpos necesarios, temían al veneno de las flechas de los guarayos, por lo tanto el avance de éstos garantizaba la retirada de los primeros, idealmente al otro lado del río.
Así fue como después de algunos conatos de lucha, pedradas a la distancia e insultos en lenguas diversas donde el castellano resultaba ser lengua franca, los colonos atemorizados se retiraron efectivamente a un par de kilómetros en la inmensa llanura, tarea que se completó casi al anochecer, mientras el Licenciado, Gonzalino y yo, disfrutábamos de un churrasco de cebú y unos muy recomendables vinos tarijeños que trajimos de Santa Cruz. Al cabo, a medida que subían al bus de regreso (que resultó no tener faroles), cada uno de los guarayos recibía un billetito de diez dólares que el licen traía, todos perfectamente lisos, como nuevos, con un innegable aspecto de fotocopia de primerísima calidad.
Corrían los inicios de los años noventa y así fue mi despertar a la globalización.
(Continuará).

domingo, 22 de octubre de 2006

El Licenciado Adulón

Tras algunas semanas de infructuosas gestiones ante el Servicio Consular, no consigo ser restituido en mi cargo de cónsul de carrera en Zamboanga, desde que fui nombrado y luego depuesto sin enterarme de lo uno ni de lo otro (véase "Un Colega en Problemas").

Recibo una carta de mi recordado amigo paceño, el licenciado Adulón Algañaraz, proponiendo nuevos negocios. Cuando lo conocí, ya había trabajado, aseguraba, como investigador del Instituto de Altos Estudios Económicos de la Universidad de Nanterre, institución que le encomendó, decía, un estudio de campo en Ascención, pequeña localidad boliviana poblada por los indios guarayos, conocida porque la mayor parte de su territorio provincial está en manos de grandes propietarios, muchos de ellos ex funcionarios de diversos organismos estatales encargados precisamente de la reforma agraria; Ascención de Guarayos es su nombre oficial. En aquella época ya me desempeñaba en Zamboanga y el licenciado me invitó a integrarme a su "equipo multidisciplinario" para llevar el bienestar a los habitantes originarios de Ascención.
Aproveché mis vacaciones y nos reunimos, a invitación suya, en un modesto aunque sabroso mesón de Santa Cruz de la Sierra.
-Es muy fácil, hermano -me decía-,
armamos una ONG, conseguimos platas en Francia y empezamos a funcionar.
-A funcionar en qué?
-
Bueno, esta ONG nos contrata y el proyecto puede durar por lo menos un par de años.
-Sí, pero, cuál es el proyecto?
-Ah... eso. Bueno, te explico. Estoy relacionado con unos amigos que son una maaaaadre en informática y ellos tienen un plano satelital de toda Bolivia, que es útil para el reordenamiento territorial y la titulación de los predios de la provincia. Entonces, estos informáticos, que son muuuy inteligentes, hermano, ya los vas a conocer, también te pueden instalar cámaras en los baños, en todas las oficinas...
-Pero, ¿qué tienen que ver las camaritas con los indios guarayos?
-
En realidad nada, hermano. Pero es un sistema muy útil, porque así evitas que un pendejo se meta al baño a aspirar cocaína...
-
Sabe, licenciado, no estoy entendiendo.
-
No, te explico, es que como tú trabajas en el servicio consular, y tus jefes seguramente estarán interesados en acabar con este flagelo de las drogas, hermano, entonces, con tu ayuda, ponemos una orden de compra y nos vamos fifty-fifty.
-No tengo grandes contactos. Pero dígame, licenciado, ¿alguien le ha comprado este servicio?
-
Cómo no, hermano. Estoy vendiendo este sistema a la embajada americana, en La Paz, porque ellos no quieren que se les llene de drogos cuando ofrecen sus recepciones y...
-No me diga que los gringos no tienen tecnología propia para hacer eso. Además... disculpe la inquietud... asumo que a Ud. le debe estar yendo muy bien...
-Por supuesto, hermano, estoy ganando mucha plata. Es más, vamos a terminar esta charla en el bar del Hotel Los Tajibos.
.........
El bar del Hotel Los Tajibos es muy agradable. Tiene vista a la piscina, instalada en su enorme patio central. Son las nueve de la noche, la temperatura no baja de treinta grados y un grupo de "Las Magníficas", conocida agencia de modelos de esta ciudad, juguetea en el agua. El licenciado y yo continuamos la charla, sin mirarnos, absortos mirando cada cual a las despreocupadas ninfas. Vistos desde la piscina, nos hubiésemos parecido a esas escenas del cine, en que ambos protagonistas conversan mirando a la cámara.
Luego de dos whiskys dobles, traen la cuenta. De inmediato, el licenciado se cubre la cara con ambas manos.
-Licenciado, ¿se siente mal?
- (sollozos)
-Licen...
-No me vas a creer, hermano, pero estoy pasando por un trance muy duro...es terrible...
-Calma, licen, que todo tiene solución.
Súbitamente, el Licenciado enjuga las lágrimas y aclara la voz:
-La verdad, hay que reconocerlo, he tenido problemas con las drogas, por eso es que he estudiado el tema, porque me fregaron con una camarita... pero hermano, quiero que sepas que ahora estoy bien.
-Si licen, por supuesto.
-Es que mi madre, que sigue viviendo en Cochabamba, está un poco enfadada con el asunto, y no me está mandando dinero...
-Ahhh, entiendo (el licenciado es, digamos, más que mayor de edad).
-Yo te he invitado esta noche, hermano.... y, por la amistad que nos une, y no lo tomes a mal, porque yo sé que no lo vas a tomar a mal... yo sólo necesito que me prestes unos 100 dólares, ¿será posible?
-Cómo no, licen.
(Continuará).

miércoles, 18 de octubre de 2006

Averiguaciones para el colega Oliveira

Procedo a contestarle al colega Oliveira, acerca de la posibilidad de que el gobierno holandés lo designe cónsul en Papudo:

En efecto, colega y, permítame decirle, amigo, el gobierno holandés mantiene un programa de reclutamiento de oficiales consulares que abarca todo el ancho mundo, creado en la época de Ludovicus II. Los oficiales así nombrados no reciben sueldo alguno, sino que, al contrario, deben obtener su propia manutención y pagar oportunamente su patente consular. Entiéndase bien e imáginese la realidad de la época: al cónsul le era permitido el pillaje, manteniendo el bajo perfil que correspondía a un súbdito protestante, eficiente en la recaudación o "generación de riqueza" como si ya hubiese leído a Max Weber, pudiendo disfrutar de la protección militar de la armada real, todo a cambio del cumplido y oportuno pago de la tasa o rédito real. Naturalmente, el precio de la patente varía según el lugar de destinación y, según me comentan, no se ha actualizado desde que fue copiada del Cedulario de los Reales Corsos de S.M. Británica. Así, en el cedulario no figura Papudo, pues al tiempo de su confección dicho puerto acababa de ser saqueado por Mr. Sharpe y, estimando la corona británica de la época que no quedaban objetos ni especies para la rapiña, tampoco tendría el cónsul allí destinado de dónde sacar para cumplir sus obligaciones con la corona. Esta situación se mantiene al día de hoy por puro honor a la tradición histórica, la que no da acabada cuenta de lo pujante que es actualmente el señalado puerto.

Sin embargo, no todo está perdido. Uno de los cargos vacantes, me cuentan, es el de Batavia, antiguo leprosario sito en la actual República de Surinam, vacante desde los tiempos de Peter Donders, fraile redentorista que paralelamente a su ministerio apostólico ejerció la labor consular y que se refirió así a las penurias de su oficio: "El trabajo entre los negros cimarrones no va bien. También la adversidad y la cruz vienen de Dios, y nada se realiza sin la cruz”.


El cedulario no aclara, por cierto, cuáles podrían ser las fuentes de ingreso del cónsul al servicio del estado holandés en aquellas tórridas tierras, plagadas de enfermedades, inmoralidad y mosquitos, según dan cuenta algunas cartas del beato. Pero lo importante es que el cargo vacante existe y, he aquí lo novedoso, existe un fondo creado por el fraile para asistir monetariamente a quien tenga los "eggerhitten" ("cojones" en dialecto de Tilburg, provincia natal de fray Donders) para trasladarse al antiguo leprosario a ejercer el noble oficio consular. Este fondo cubre los gastos de traslado y una austera asignación para los primeros tres meses de ejercicio. Tómelo Ud., amigo Oliveira, que Dios, y si no es él, nadie, proveerá.

Se despide attsmo. s.s.s.
Eleuterio Gálvez.

PD: No me sorprende que el Sr. Figueroa, quien efectivamente residió en Recodo, cerca de Zamboanga, hurte el rostro cuando Ud. me menta: aún me debe 1.500 dólares estadounidenses desde la última pelea de gallos a la que asistimos. Mi gallo ganó el lance y el sr. figueroa (así, con minúscula) dijo "voy y vuelvo", queriendo decir que iba a su automóvil a buscar el dinero necesario para pagar su apuesta, siendo aquella la última vez que lo vi.

Respecto de mi amigo Efraim, debo reconocer que talvez mantiene una que otra deuda relacionada con su vocación de intercambio de cannabis. La verdad, esta es la arista reservada de nuestro amigo, y no habría querido referirme a ella. Según me relató en alguna ocasión, la oportuna asistencia médica y terapéutica le permitió apartarse del consumo -y sobretodo del tráfico- de dichas sustancias. Pueda ser que el mal recuerdo que dejó en vuestro interlocutor corresponda a aquella etapa pasada, superada, y no responda a una recaída que, de existir, debe haber comprometido seriamente sus posibilidades de librarse de la prisión iraní. Próximamente nos abocaremos a averiguar sobre su suerte.

Debate de actualidad: ¿quién debe asumir el lasto necesario para asumir el cargo de cónsul?

He recibido la siguiente carta, de un aspirante a colega. Creo que servirá para iniciar un interesante debate acerca del tópico que nos ocupa:

"Desconocido pero entrañable señor Gálvez: He leído con no poca algarabía sus escritos en este medio, dando cuenta de sus aventuras y desventuras a causa del servicio diplomático en las Filipinas, país que no tengo el gusto de conocer, pero que imagino exótico, de acuerdo con su versión y con otras que he tenido a la vista y que luego se las comentaré. De sus palabras puedo colegir el placer que le reporta el trabajo del servicio exterior, cuestión que no me llama enormemente la atención dado el hecho que, por extrañas coincidencias, tanto vuestra vida como la mía han estado marcadas por el mencionado sino.

En efecto Eleuterio ( dispénseme el rapto de confianza), mi abuelo Eugenio sirvió en la embajada chilena en Río de Janeiro entre los años 1942 y 1944, siendo a la sazón embajador don Gabriel González Videla. El suyo (de mi abuelo, se entiende) fue un cargo del menor rango, no obstante, su estadía en la mencionada le sirvió para granjearse la amistad tanto del ya señalado embajador como de tantos otros correligionarios de aquel tiempo, cuestión que por aquellos años era trofeo tan preciado como la posesión de valores inmobiliarios. Y así fue que, de vuelta al país, a mi abuelo le fue encomendada la patriótica (si se permite el eufemismo) misión de colectar fondos con el objeto de erigir algunos de los tantos monumentos a la memoria de don Pedro Aguirre Cerda. Preferiría omitir detalles sobre las resultas del particular encargo entregado a mi abuelo, pero lo cierto es que hacia 1947, y de acuerdo a lo que refiere mi padre, Tolentino, la familia hubo de partir a otra misión diplomática, ahora en Bélgica, ahora sí con mi abuelo ostentando un cargo algo más elevado, mas no de carrera, como así él lo deseaba y deseó hasta el día de su deceso, ocurrido en Bucarest por el año 1971. Pero bueno, para qué marearlo con tanto dato ilustrativo (aunque sospecho que usted no le hace el quite a lo particular sobre lo general), si al fin y al cabo lo que pretendía explicarle era que así como su vida ( la suya Eleuterio), la mía ha estado marcada por una especie de determinismo, si me vuelve a permitir, ahora el neologismo; proto-diplomático.

Largos años transcurrieron para mi abuelo en dicha destinación, tantos como para que el olvido cubriera con polvo (y en algunos casos con mera tierra de camposanto) su permanencia en aquellas latitudes. Lo cierto es que cierta mañana de 1960, algún funcionario de menor orden del Ministerio de Relaciones Exteriores en Santiago descubrió que un tal Eugenio Oliveira Salazar recibía mensual y religiosamente su remuneración como cónsul adjunto en el Principado de Limburgo. Para entonces, mi abuelo había enviudado y vuelto a casar con belga (lo que se prestaba para bromas de dudoso gusto) y mi padre (N. de la R: debe decir "mi abuelo") ya había enviado a su hijo (mi padre) de vuelta a Chile para que cursara sus estudios superiores y, por sobre todo, para que le permitiera disfrutar de su belga a sus anchas.

Insisto en intentar resumir la historia y llegar al punto en que vuestra vida y la mía se entrecruzan o, más bien, se relacionan de manera tangencial o perpendicular, vaya a saber usted. El caso es que el abuelo Eugenio fue licenciado del servicio exterior sin ninguna pompa y con escasa circunstancia; y con el objeto de cubrir con olvido el gazapo cancilleril, se le otorgó un dudoso rango de cónsul honorario de la República de Chile en la ciudad de Weert, lugar en donde depositó sus huesos hasta que la muerte lo sorprendió en Rumania, en uno de sus viajes como geronte subsidiado por el estado holandés. Desde mucho antes de su muerte, mi padre y yo sólo recibíamos noticias cada tanto respecto del estado del vejete que, aún a sus años, se daba maña para sacarle lustre a la belga, (no se permite el chiste, evite la vulgaridad) bastantes años menor que él. Es a causa del deceso de mi abuelo que el azar nos une en estos trances diplomáticos mi querido Eleuterio (dispénseme nuevamente el arrebato de confianza). Y tal es así que, en circunstancias de la vacancia del consulado en la ciudad de Weert, fue la comunidad en pleno (las fuerzas vivas de la ciudad dirían algunos) quien solicitó al gobierno de Chile el nombramiento de otro cónsul honorario, sugiriendo que, de ser posible, se nombrara al hijo de don Eugenio Oliveira.

El año 1972, en Mayo, Tolentino, mi padre, asumió en pleno el cargo, sin conocer la ciudad, y sin hablar un bendito carajo de holandés, flamenco o limburgués. Vivió sólo, durante ocho años hasta que mi madre, aburrida de ser la esposa de un representante consular minúsculo, que le enviaba cada tanto una ridícula suma para su manutención, olvidó su orgullo y se despachó rumbo a Europa con tan sólo algunos bártulos y mis dos hermanos menores, dejando a este servidor a merced de las vicisitudes y estragos que causan las circunstancias de ser un cero a la izquierda (lo reconozco, soy un inútil empedernido) estudiando una carrera de pronóstico reservado como era a la sazón la Licenciatura en Historia. Lo dramático mi amigo Gálvez (ídem, íbidem) es que, transcurridos los años y puesto en el trance de la nada lamentable muerte de mi progenitor (en esencia era un caradura que falleció de un infarto mientras se solazaba con su secretaria Nadia en el despacho del consulado), he sido llamado, esta vez por el Alcalde de la ciudad de Weert, a llenar el cargo dejado por mi padre, eso sí, con el traslado con cargo a mi fortuna, que de momento (y en todos los momentos) es tan exigua que escasamente podría llegar hasta La Ligua.

Como puede ver mi queridísimo amigo, la situación es particularmente ridícula y se entronca con su historia como la prolongación de un sino al que es imposible resistir, pero que, por las circunstancias actuales (y las de ayer y las de hace un año o más) me es improbable su cumplimiento, al menos de forma tempestiva. Así como usted se ve envuelto en avatares de insospechadas consecuencias a causa de su condición hereditaria, yo me hallo en el trance de recibir una oferta para cumplir con mi designio vital, pero impedido de darle curso al oráculo. Por eso, a veces consulto el i- ching.

Finalmente mi amigo (ya no pido excusas por el exabrupto de solicitar su amistad, como puede ver), y dada su experiencia en la diplomacia, quisiera formularle una pregunta: ¿Será razonable solicitarle al Estado holandés que a cambio de la representación consular chilena en Weert, me otorgaran una de ellos, en calidad de honorario por cierto, en la ciudad de Papudo, que es donde ahora resido?

Agradecido espero y emocionado lo abrazo
Fernando Oliveira

PD: Mis referencias acerca de Zamboanga vienen de parte de un queridísimo amigo, Raúl Figueroa (el chico Figueroa) quien residió por unos 5 años en Recodo, a unos 15 kilómetros de la mencionada. Cuando le pregunté si conoció a algún chileno en Zamboanga, cambió de conversación y me relató acerca de un viaje a Malawi, tan de moda en estos días.

PPD: Por otras coincidencias, el ya señalado Figueroa me indicó que sí conoció a un tal Efraim en Kingston, pero, a contrario de lo que sostiene en el texto leído, este Efraim era un reconocido contrabandista de marihuana y ferviente consumidor de cannabis índica. Cuando inquirí más detalles, Figueroa sólo apuntó que el tal Efraim se podía ir, cuando lo quisiera, a la mismísma raíz cuadrada de la madre que lo parió. Literal".

lunes, 16 de octubre de 2006

Un Colega en Problemas


Tres semanas después de nuestro arribo a Santiago, la puerta de mi departamento fue derribada a patadas por el padre de Cadina, ayudado por unos karatecas de Patronato que contactó no sé como, y hube de huir con mi humanidad a medio vestir por el balcón del vecino. Ya el día anterior había recibido otra mala noticia: Mis superiores me han llamado por teléfono para notificarme de mi cese inmediato en el cargo de cónsul en Zamboanga, por “notable abandono de deberes”, al haberme trasladado a Santiago sin aviso ni autorización alguna. No puede ser –le alegué a uno de mis jefes- por cuanto soy cónsul honorario y no tengo obligación de residencia; difícilmente podrían sancionarme si no me pagan. Hay una confusión -le digo-. Bueno, aquí dice que Ud. abandonó su puesto, -me dice-. Quedo preocupado, pues estoy buscando un nombramiento en el escalafón hace años, y este aparente cese no resulta un buen augurio. Mientras intento aclarar qué será de mi futuro laboral, sentado en un banco de la plaza Santa Ana, extraigo del bolsillo de mi chaqueta dos sobres que recibí esta mañana. Uno de ellos proviene del Servicio Consular y contiene... mi nombramiento en propiedad en el cargo de cónsul en Zamboanga, fechado la semana pasada. El otro sobre contiene una carta de mi amigo Efraim Goldstein, cónsul de Jamaica en Teherán, fechada hace tres meses y que fue recibida en el Ministerio. Conocí a Efraim en Bahía Cochinos, cuando ambos estábamos descargando refrigeradores alemanes en la playa por encargo de unos contrabandistas de La Habana, y nos vimos atrapados por el fuego cruzado. Se armó una batahola y Efraim, de rasgos más bien europeos, fue confundido por los gringos con alguno de los miembros de la elite blanca isleña que estaban por allí en calidad de ayudistas, y con gran sentido de oportunidad agarró un rifle que soltó un gringo alcanzado por un tiro revolucionario y tomó posición tras un cocotero. Fue la última vez que estuvo en Cuba, aquel hermoso país que lo vio nacer y que lo cobijó en el orfanato San Ángel hasta la edad de quince años. En efecto, Efraim hubo de regresar con las tropas a Miami y cuando los marines se dieron cuenta que no era uno de ellos ni tampoco gusano, no supieron qué hacer con él y, ante el riesgo de ser devuelto a Cuba donde bien pudo enfrentar el paredón por su participación en la gesta marrana, se acordó de que algún pariente lejano pasó por Inglaterra; e invocó en el acto su ciudadanía británica. Se hizo consultas telefónicas, con Efraim al borde del muelle, esperando con sus pilchas, y cuando advirtió por el ademán del oficial a cargo que sería devuelto a la isla, instintivamente saltó al agua, yendo a caer en la cubierta del Royal Ordenance Ship, un barco carguero jamaicano que en ese momento zarpaba. Viajó como polizón y, una vez en Kingston, se las arregló con los dones característicos de su estirpe y obtuvo un primer y modesto puesto en el servicio consular.
Efraim aprendió inglés en el orfanato, donde el régimen de Castro Ruz confinó a todos los hijos de gringos que cayeron luchando en el bando de Batista. Sin embargo, los padres de Efraim no eran norteamericanos, eran judíos que vinieron a La Habana desde Srebenica, que creo queda en Los Balcanes. El caso es que a sus padres, que frecuentaban a furibundos macartistas, “los agarró el turbión” y por ahí quedaron sepultados a medio camino entre La Habana y Santiago de Cuba, adonde intentaron llegar para pasar a Guantánamo. Para evitar que en caso de huida del orfanato estos niños se mezclaran con la resistencia interna, el régimen revolucionario les contrató profesores angloparlantes nativos, reclutados quizá erróneamente en Texas, con lo que una nueva oleada de macartistas encubiertos arribó a la isla e inculcaron a nuestro amigo una cierta intolerancia que, afortunadamente, ha ido perdiendo con los años. Efraim, hijo único, se fugó del orfanato a los quince años y alcanzó a trabajar en el contrabando cerca de un año, cuando ocurrió el incidente de la Bahía. En ese lapso aprendió algo de castellano, que luego matizó y terminó de estropear cuando estudió a Spinoza, el sabio sefaradí refugiado en Portugal y que enseñó en Holanda.
Su carta me sorprende. Me cuenta cómo antes de obtener el puesto en Teherán se convirtió al hasidismo, una vertiente ortodoxa del judaísmo, cuyos fundamentos hubo de estudiar por correspondencia, ante la negativa de Tel Aviv de becarlo para estudiar en Jerusalén, por causa de sus dudosas credenciales hebraicas. Más de algún problema, me cuenta, le ha traído su conversión ahora que está destinado a Teherán. La misiva continúa:
“Aprezado amico: desesperé cuando el mio governo me obligó la semana já passada, para asistir a uma conferença del presidente de este país. Iba a me bater con meus puños con algums de los oradores, mas me contuve por recordar que estou representando al governo de Jamaica. Voce sabe que meus superiors en Kingston me encomendaron difundir la “cultura jamaicana”, e me tienem obligado para aprender um baile e uns cánticos que eles dizem “reggae”, que están opuestos para mi religión, mas como diz vosotros, que una necesidad tiene cara de un hereje, non posso deixar este puesto, porque de aquí estoy obteniendo el sustento mio. Entonces, de aquí que eu estava la semana já passada nel Teatro del Campus de las Artes de la Universidade de Teherán, e hube de poner muito óleo en los meus cabelos para simular que eles estavan pegados a la maneira de los rastafarris. E assi foi que estuve tentando cantar e rasgando la vihuela, como voce me pode ver nela fotografia que eu estou mandando. Devo confessar que eu já estava entrando en entusiamo, cantando um aire que eles dizem de un siñor Marley, foi como si estivesse levitando, possívelmente por causa de uns cigarros de cannabis sativa que me emprestaron porque eles son el perfeito complemento de este arte, mas aconteciu que nesse momento apareciessen los soldados que les tem de nombre "guardianes de la fe", e me han apressado porque dizeram que já los Ayatolas dizeram que agora nengúm está paermitido para escolhar esta música nesta terra.
Dilecto amico, Usía me tiene de fazer un favor, mas non diga cossa alguna para meus superiors, porque eles van a deixar a la persona mia sem labor para assim non tener problemas con este regimen governante. La cossa que eu necessito é que tú mande una poquita quantidade, que equivale como a 500 libras jamaicanas antigas, para pagar la fianza que me tienen imposta, para así eu poder sair de esta prissión. E eles dizem que debe ser pronto, porque en el inicio del ramadán buscam prissioneiros para los dar a la multitud e estos le escarmentan su herejía con palos e pedras.
Se la mia persona non sobrevivesse a aquel escarmento, mande Vs. esta minha foto para la Dirección Consular en Kingston, como prova que eu encontrei el infortunio mentras estava laborando, e assí bem-guardar mi nombre ante meus superiors. Muitas gracias, eu quedo obrigado com vocé”.

jueves, 12 de octubre de 2006

Secuestro en Zamboanga


Normalmente, el té zamboangueño es preferible al café que preparan los isleños. También, normalmente, me someto al ritual de compartirlo con Diosdado, mi secretario, quien solícito lo prepara, un poco verde, la variedad más apetecida en este lugar. Aunque no he preguntado, he creído oler tés aromatizados con especias y.... casi me animo a probarlos.
El asunto sucedió así: Una chica, casada con un funcionario filipino trabajando en una ONG en Managua, es repudiada (el marido era musulmán) y ella vuelve a Santo Jesús, población cercana a esta capital regional. Aprovechando que su familia es de las que aquí llaman “moros”, se hace pasar por soltera y consigue trabajo en Arabia Saudita, que desde hace años recibe a cantidades de filipinos, de preferencia creyentes, quienes son mayoría en el extremo Sur de esta isla.
¿Cómo me vi envuelto en el asunto? La chica requería la legalización de documentos obtenidos en Managua, que hacían fe de su diploma de peluquera y esteticista, y nuestro gobierno mantiene convenio con el de Nicaragua para atender sus asuntos consulares en Filipinas. Como premio por un servicio prestado creo que al presidente González Videla, mi padre fue nombrado cónsul en Santa María, al norte de Salta, y yo alcancé para cónsul honorario aquí. Llevo ya diez años en estos menesteres.
La muchacha, vivaz y demasiado sensual para lo que estaba por venir, hablaba perfecto chavacano, el dialecto español que muchos de los naturales aún utilizan, y que me permite de algún modo entenderme con ellos a falta del inglés, por parte de ellos, y de innumerables lenguas inpronunciables, por parte mía.
Así fue que Cadina Rosales se presentó y me dijo:
Tú tiene que visá este documentos, que me requieren el mga sauditas para dá un trabajo a mí.
Cómo no,
le dije, este estarán para mañana y vienes para buscalo en la hora ocho en punto.
Así fue que, siendo las ocho del día siguiente, Cadina no apareció. Transcurrió el día con el sopor habitual, y con algún desgano leí el Zamboanga Times, con sus habituales notas sobre la guerrilla de los moros y el rescate que últimamente pedían por dos turistas neocelandeses. En la TV, teleseries en chavacano o en alguna lengua indescifrable, no contribuían a mantener la vigilia. Me eché en la hamaca que tengo en el patio de la legación, atento al teléfono o a la desconsiderada llamada a la puerta de algún inoportuno justo a la hora de la siesta.
Desperté en la penumbra del anochecer, con el contacto de una mano suave y morena en mi antebrazo. Era Cadina.
¿Qué hace tú aquí en este hora?, le pregunté.
Vos ya me dice que viniese en el ocho, me dijo,
y está apenas pasadita.
En ese momento se escuchó lejos, tal vez en la montaña del sureste, unas detonaciones. Eran otra vez los del Frente Moro, siempre insistiendo con acercarse a la ciudad, aunque el ejército los mantiene a raya.
Está bien, le dije, vamos entrá para mi oficina. Largo rato estuvimos charlando, y Cadina quiso encontrar en la radio alguna cantante latina, tal vez Shakira, no recuerdo. Dijo que le gustaba cómo se movían las cantantes, como gatas, porque ella también podía bailar así y ya había enseñado a todas sus hermanas y primas ese baile, cuando su padre no estaba. Su madre no consentía, pero había un pacto de silencio que les permitía, sobretodo a las más jóvenes, saborear un baile de otro trópico, con sensuales movimientos de caderas que hacían pensar en huríes ataviadas con las más leves telas que pueda concebirse.
En un momento, Cadina me preguntó cómo era la vida en Santiago de Chile. Le conté que no tiene ni la belleza del paisaje zamboangueño, ni los aromas de sus mercados, ni es corriente encontrarse con gente que disfrute bailar, como en el Caribe o Centroamérica o como aquí mismo, que prácticamente sólo debía ser mejor que Arabia Saudita, donde la chica pensaba viajar sola. Le previne que conocía de varios casos en que un saudí se había encaprichado con alguna filipina, y se las había arreglado para que le quitaran el pasaporte al objeto de su deseo, a la espera de verla rendirse, sin dinero y sin esperanza de volver a su país. Todo terminaba con un casamiento tradicional, incluso invitando al padre de la deseada.
El rostro de Cadina se ensombreció. Sus únicos conocimientos de Arabia se reducían a los ocasionales llamados telefónicos de Ludmira, creyente tradicionalista y prima de su madre, que hace algunos años radicó con su marido en Riad, él trabajando como obrero de la construcción y ella encerrada en casa viendo teleseries latinoamericanas por el cable. Ahora, el padre de Cadina, avergonzado por su separación, la enviaría como fuera a Riad, a trabajar o a ganarse la vida en lo que fuese, ojalá casándola con un creyente que la disciplinase.
En ese momento, ráfagas de metralleta se escucharon con nitidez, ellos estaban cerca. Era preciso tomar precauciones. Cerré la reja de entrada con llave y entramos a la sala. Encendí la TV. En efecto, un gran contigente guerrillero combatía con fiereza en las afueras de la ciudad y ya tenían tomado el aeropuerto local. Amenazaban con liquidar a los rehenes que tomaron allí, la mayoría turistas australianos y japoneses, que suelen disfrutar de las playas de la región por pocos dólares, en vez de pagar altísimos precios en la cercana Bali.
Una bomba cayó en nuestra calle. La casa se estremeció y atiné sólo a estrechar a Cadina, en un esfuerzo por protegerla o quizá para no perder el equilibrio al cerrar instintivamente los ojos.
Pronto escuchamos culatazos, puertas pateadas, gritos, carreras y luego silencio. Una sirena de ambulancia. Más gritos.
Entonces, casi sin estruendo, un grupo de ellos derribó nuestra puerta trasera, que daba al patio. Buscaban dinero y joyas que les permitiesen traficar durante los largos meses que estarían en las montañas, al replegarse.
Nos apuntaron con un arma de caño largo y uno de ellos nos condujo a una oficina pequeña y quedamos encerrados, ella aterrada, yo expectante y tenso.
Otro estruendo y luego silencio, absoluto silencio. Salimos al cabo de una hora y echamos a correr entre el humo. Un camión que escapaba al norte nos recogió. Llevaba unas treinta personas, varias de ellas rostros que creí reconocer de esta ciudad que muy grande no es.
Tres días después, me encontraba en Santiago, con Cadina. ¿Llamaré a mi padre? me preguntó. Va creé que nos está prisioneros.
No llame a él por ahora. Deje a él creé que nos está prisioneros, por un tiempito, agregué.-