lunes, 19 de febrero de 2007

Visita a Palmasola

Resumen de capítulos anteriores (abarca sólo el periplo en Bolivia):
12 noviembre, 2006: La Licenciada Peredo. Conocí a la Licenciada Peredo en el avión de Santiago de Chile a Santa Cruz de la Sierra (Bolivia). Ella manejaba una cadena de farmacias de su familia. En el viaje me percaté del efecto que el clima del trópico tiene en la firmeza de carnes de las hembras cruceñas, aserto que se vio confirmado en la Lcda., pese a su voluminosa estampa. Luego de nuestro arribo a Sta. Cruz, me invitó a un karaoke, donde departí con otros tres varones que la acompañaban.
16 noviembre, 2006: El Crimen. Invitado a un karaoke por la Lcda., compartí mesa con sus otros tres invitados. Uno de ellos era su socio y pariente, el Licenciado Peredo; el otro, el Dr. Justiniano, químico farmacéutico y miembro, al igual que ella, del Directorio de la Asociación Farmacéutica. Por último, un tipo que parecía ser un amigo aventajado de la Lcda., que se presentó como Dr. Vaca Díez, cirujano plástico. Éramos cuatro varones, sentados a la mesa presidida y dirigida por la Lcda. Peredo. Esa noche compartí auto y lecho con ella, en ese orden, desde que me llevó rauda a un motel que ella eligió. Fuimos despertados al día siguiente por un policía, quien nos informó que el Dr. Vaca Díez estaba muerto.
La Lcda. quedó detenida.
09 diciembre, 2006: Buscando Ayuda. Visité esa misma mañana a la Lcda. en la Policía Técnica Judicial (PTJ). Justiniano se apellidaba el fiscal a cargo de la investigación. Un policía me entregó un papel, "de parte de la Licenciada", me dijo. Su texto era el siguiente: "El maletín del Dr. Vaca Díez está en la baulera de mi auto. Si no podés, por favor buscá un especialista".
Recuperé el maletín, cuyo contenido no me llamó la atención: eran sólo implementos de médico.
Busqué ayuda y me acordé de Alberto Santoro, amigo argentino hoy convertido en investigador privado. Le telefoneé a Buenos Aires y lo convencí de ayudarme. No quiso hablar de honorarios y emprendió viaje a Santa Cruz.
10 diciembre, 2006: El Maletín. El Licenciado Adulón (ver capítulos antiguos) me invitó esa misma noche a unos tragos. Acepté. Luego, de madrugada, en lamentable estado, fui devuelto a mi hotel. Desperté y encontré colillas de cigarrillo con marcas de lápiz labial. Lo que no hallé fue el maletín del Dr. Vaca Díez.
Acudí a declarar, citado por el fiscal Justiniano. Me enteré que el Dr. Vaca Díez fue ultimado con un escalpelo.
17 diciembre, 2006: Mi Amigo el Policía. A la salida de la fiscalía, fui secuestrado por un policía que ya conocía y por sus cómplices. Querían indagar si yo tenía el maletín, pero una llamada les informó que "el Dr. Justiniano" ya tenía el maletín, sin mencionar si se trataba del fiscal o del acompañante homónimo de la Lcda., a quien había conocido en el karaoke. Supe que, efectivamente, habían sustraído el maletín desde mi hotel. Quisieron eliminarme para no dejar testigos. Zafé.
01 enero, 2007: Llegada de Alberto. Luego de mi huida, llegué casi puntualmente al aeropuerto a recoger a Alberto. Comprobé que estaba ciego.
14 enero, 2007: Alberto Santoro, Investigador Privado. Alberto sugirió visitar de inmediato a la Lcda., quien estaba detenida en la cárcel de Palmasola, descartando que ello fuera peligroso, siempre y cuando actuáramos rápido.
Descripción de la cárcel de Palmasola: inmenso recinto compuesto por un muro perimetral, cuya mayoría de habitaciones ha sido construida por los propios internos. Un código de honor mantiene el orden en su interior. Sus cuartos y departamentos se venden libremente y disponen de servicios básicos. Con el auge del narcotráfico aparecieron viviendas de buena calidad y muchas comodidades. La Lcda. alquiló una de estas viviendas.

Ahora sí:


VISITA A PALMASOLA

Alberto y yo traspusimos la pesada reja del Penal y esperamos en vano que alguien nos condujera a alguna sala de visitas, que nos diera alguna instrucción. Pregunté a un aseador y me dio señas; "pregunte en la entrada", fue lo que dijo, señalando una aglomeración o mancha urbana a unos cien metros de distancia. En efecto, cruzamos un descampado hasta unas construcciones precarias. "¿A quién busca, doctor?", fue la frase de bienvenida de varios sujetos que por ahí transitaban, maestros de ceremonia mal vestidos aunque conscientes de su utilidad, exhibiendo por anticipado el orgullo de un trabajo bien hecho.

Buscamos a la Licenciada Peredo dije a uno de ellos, cuyo rostro parecía incapaz de mala intención.

Peredo, déjeme ver dijo el tipo, mientras examinaba una grasienta libretita. Es por acá; síganme los señores.

Nuestro guía nos condujo por unos laberintos, a medio camino entre pasillos y callejuelas, en un trayecto que duró varios minutos. Innumerable era el gentío, algunos laboriosos, otros matando el rato, sentados en el suelo o en pequeñas banquetas jugando damas o a las cartas, todos mezclados en un hábitat
peculiar que reunía a ambos o más sexos. También había niños y niñas. Una ONG europea financiaba dos pequeñas aulas que, según indicaba un letrerito y bajo el rótulo de "escuela", albergaba en ese instante a los hijos de los presos. En algún momento pregunté si estos niños tenían la libertad de salir del recinto, de ir, quizá, a alguna escuela extramuros, de visitar familiares. Alguien respondió que no, que sus padres no consentían en ello porque afuera estaba lleno de peligros. De hecho, muchos de sus progenitores tenían grandes cuentas que arreglar con gente afuera, lo que de algún modo ponía en peligro la seguridad de sus vástagos.

Aquí es dijo nuestro guía junto a una puerta recién pintada, una casita de una sola planta. Pulsé un timbre y pronto la puerta dejó ver la voluminosa y ansiada figura de la Licenciada. Vestía una túnica anaranjada y fue inevitable fundirnos en un abrazo, que pronto dio paso a besos cuyo mutuo ardor me sorprendió. Sabía que Alberto no nos veía, pero por pudor mitigué el sonido de nuestras bocas. Un ciego, pensé con obviedad, no dispone del recurso consistente en mirar distraídamente a un costado para evitar asistir a semejante espectáculo, pero de alguna manera mi amigo "fingía" mirar hacia el lado, lo que me permitió abandonarme ahora sin remilgos al gran abrazo de la Licenciada, que me recordó, con todo lo tierno y bizarro que ello envolvía, al gigantesco oso panda de peluche que me acompañó en mi niñez. Entretanto, observé cómo Alberto sacaba unas monedas de su bolsillo y, tasándolas con el índice de la otra mano, se las daba a nuestro guía.

Pasadas las presentaciones, Alberto preguntó a la Lcda. derechamente por el contenido del maletín.


No lo sé respondió. Es más, no recuerdo que el Dr. Justiniano haya llegado con un maletín al karaoke; talvez lo tuvo siempre en su movilidad(*).

Pero, por qué Ud. me pidió hacerme cargo del dichoso maletín? dije un poco molesto, al tiempo que me puse de pie. Es más, ¿acaso no pidió Ud. a un policía que me diera un mensaje, mientras estaba detenida en la oficina del fiscal?

Indagué en todos mis bolsillos, esta vez a fondo, y di con el papelito. Leí: "El maletín del Dr. Vaca Díez está en la baulera de mi auto".

Yo no he escrito eso dijo la Lcda.

Alberto pidió el papel y lo examinó. Lo palpó, sería correcto decir. Lo olió.


Sí, Eleuterio, la Lcda. dice algo cierto. El trazo de la escritura fue hecho con fuerza y dejó un surco en el papel. Es letra de hombre. Quien escribió esto usó una birome(**) Bic y fuma. Llevaba varias horas de fumar sin lavarse las manos. Pall Mall, me parece. El olor a nicotina está impregnado en el borde derecho del papel, por lo que asumo que éste fue sujetado con la mano de ese lado al momento de escribir y entonces se trata de un zurdo.

Bueno dije sorprendido, Bic y Pall Mall son marcas muy comunes aquí. Lo de "zurdo" creo que puede sernos de utilidad.

Inevitablemente, miré la marca de la cajetilla de cigarrillos que la Lcda. fumaba, puesta encima de una mesita. No era Pall Mall. Alberto no necesitaba verla, de seguro ya la había olido.


La Lcda. se levantó a preparar café. La seguí. Desde la cocina, pude ver cómo Alberto palpaba el crucigrama de la Lcda., a medio completar, puesto junto a los cigarrillos; y podría asegurar que cuando lo acercó a su rostro no fue por ver sino para oler. Quise preguntar a la Lcda. más sobre el Dr. Vaca Díez, pero me respondió con un beso. Intenté varias veces hablarle, pero era una fiera en celo, hábil de manos y labios. Ahora sí, la ceguera de Alberto me fue útil. Regresé con ella a sentarme, en el mismo estado de ignorancia que tenía hacía unos minutos, aunque mucho más agitado, sudoroso de feromonas. Alberto inspiró y sonrió.


Es hora de irnos dijo Alberto. Se puso de pie, abrió la puerta y se dispuso a salir. Se volteó. Si llega a saber algo sobre el contenido del maletín, mándenos avisar agregó.

Nuestro guía aún estaba en las cercanías y nos recondujo hasta la entrada. El policía de guardia hizo un ademán de despedida y fue entonces cuando se acercó un oficial de mayor graduación.


Sé que ha tenido problemas y puedo ayudarlo dijo de entrada. La gente que tiene el maletín no ha encontrado lo que buscaba, y quien lo tenga, corre peligro. Esto no es para Ud., doctor, no se meta en estas peleas que son para campeones. Tome mi tarjeta me alargó un cartoncito arrugado, me llama si necesita algo.

No atiné, no quise decirle que ya estaba cansado de negar mi participación en el asunto. Talvez ya era hora de que me involucrara. Ya salíamos cuando avisté en las afueras el auto de ventanas polarizadas en que viajaban mis captores. Una de las ventanas estaba baja y vi un par de cabezas en su interior. Me aterré. Describí el cuadro a mi amigo.


Volvamos a entrar dijo Alberto. Ubicó rápidamente al oficial con quien estábamos hacía unos momentos y le dijo algo que no alcancé a oír. El oficial rió. Alberto le siguió hablando y el uniformado lanzó una carcajada franca y sacudió la cabeza. Se acercaron.

Está bien me dijo el oficial. Si la extraña tanto, puede quedarse por esta noche con la Licenciada. Creo que también tiene un cuarto adicional, donde puede quedarse su amigo.

Continuará...

(*) auto, coche; (**) bolígrafo.