domingo, 29 de octubre de 2006

Los Guarayos

Volví esa noche a mi hotel con doscientos dólares menos: los que le presté al licenciado más cien para pagar los whiskies. No abundaré en detalles sobre lo que gasté en otros placeres. Alguna duda razonable tenía sobre la viabilidad de los proyectos de mi amigo, mas hube de concederle el beneficio de la duda. No obstante, parecía estar bien relacionado y venía de vuelta de Europa con muchas ganas, decía, de trabajar por su país.
Así fue que me dejó invitado para visitar al día siguiente el campito de uno de sus amigos; “algo podemos hacer allí”, me dijo. Temprano pasó a recogerme en su movilidad 4x4 y yo y mi resaca nos encaramamos a esa especie de tanque japonés; “los traemos de Iquique, hermano. Total, cada cierto tiempo sale una ley que nacionaliza las movilidades con problemas de papeles, porque no le vamos a estar pagando impuestos a estos cojudos que viven usufructuando del estado, ¿no?”
Asentí con desgano.
“Vamos a sacar unas fotocopias y estamos listos” dijo, mientras yo pensaba en que el estado boliviano no había percibido un solo peso por concepto de aranceles de importación de semejante vehículo, y ahí fui entendiendo algunas cosas. O más bien, seguí entendiendo muy poco, aunque entendiendo, eso sí, por qué costaba tanto a ese país mover su desfinanciado aparataje. Ya temía otra vez por mi escuálida faltriquera, cuando veo de reojo en el tablero que el estanque de conbustible estaba lleno. Un alivio.
“Te voy a presentar a Gonzalino, hermano; está queriendo trabajar con nosotros”, me dijo el licenciado cuando llegamos. En efecto, Gonzalino era dirigente de un grupo de campesinos que hace años vinieron del altiplano y ocuparon tierras deshabitadas al oriente de Santa Cruz, planas y muy productivas; son los famosos “colonos”, a quienes los cruceños oriundos no les profesan particular simpatía. Gonzalino estaba orgulloso de lo hecho, pues cuando llegaron no había nada y tuvieron que hacer desmonte a machetazos, construyeron una escuelita (aunque nunca llegó un profesor) y vivían con lo necesario, o por lo menos con lo mínimo necesario. Sin embargo, ahora que Gonzalino trabajaba para el licenciado, estaba abriendo los ojos y quería más. “Gonzalino tenía estos campos convertidos en una lástima, hermano, pero ahora que somos socios hemos traído tecnología y estamos produciendo la mejor soya del Departamento. Lo malo, son los colonos que avasallan y quieren asentarse en cualquier parte”, se lamentaba el licenciado.
“Qué irrespeto”, asentía Gonzalino.
“Se me ocurre que bien podríamos captar recursos para dotar a algunas escuelas, incluso fundar una secundaria técnica, ahora que está en auge la exportación de soya”, lancé.
“Hermano, entiende que el comunismo se acabó; ahora lo que viene es la libertad de comercio, la productividad, la inversión”, sintetizó el licenciado su ideario; “eso es lo que no entienden estos putos”, completó. Mientras, a lo lejos, se observaban chozas, ganado y numerosos campesinos, mirando todos hacia donde estábamos. Sin duda, estaban esperando algo.
De pronto llegó un bus destartalado y de él bajaron unos treinta guarayos vestidos con atuendos citadinos, pero no dejó de llamarme la atención una especie de carcaj que llevaban al hombro. Alcancé a divisar claramente flechas y pensé que, dada la clara y persistente diferencia étnica, al primero que atacarían sería al “colla” Gonzalino.
Pero Gonzalino y el Licenciado (me escribió indignado y le prometí ponerlo con mayúscula) saludaron efusivamente a quien parecía ser el jefe y luego me explicaron su plan: los colonos, “collas” del altiplano sin los anticuerpos necesarios, temían al veneno de las flechas de los guarayos, por lo tanto el avance de éstos garantizaba la retirada de los primeros, idealmente al otro lado del río.
Así fue como después de algunos conatos de lucha, pedradas a la distancia e insultos en lenguas diversas donde el castellano resultaba ser lengua franca, los colonos atemorizados se retiraron efectivamente a un par de kilómetros en la inmensa llanura, tarea que se completó casi al anochecer, mientras el Licenciado, Gonzalino y yo, disfrutábamos de un churrasco de cebú y unos muy recomendables vinos tarijeños que trajimos de Santa Cruz. Al cabo, a medida que subían al bus de regreso (que resultó no tener faroles), cada uno de los guarayos recibía un billetito de diez dólares que el licen traía, todos perfectamente lisos, como nuevos, con un innegable aspecto de fotocopia de primerísima calidad.
Corrían los inicios de los años noventa y así fue mi despertar a la globalización.
(Continuará).

domingo, 22 de octubre de 2006

El Licenciado Adulón

Tras algunas semanas de infructuosas gestiones ante el Servicio Consular, no consigo ser restituido en mi cargo de cónsul de carrera en Zamboanga, desde que fui nombrado y luego depuesto sin enterarme de lo uno ni de lo otro (véase "Un Colega en Problemas").

Recibo una carta de mi recordado amigo paceño, el licenciado Adulón Algañaraz, proponiendo nuevos negocios. Cuando lo conocí, ya había trabajado, aseguraba, como investigador del Instituto de Altos Estudios Económicos de la Universidad de Nanterre, institución que le encomendó, decía, un estudio de campo en Ascención, pequeña localidad boliviana poblada por los indios guarayos, conocida porque la mayor parte de su territorio provincial está en manos de grandes propietarios, muchos de ellos ex funcionarios de diversos organismos estatales encargados precisamente de la reforma agraria; Ascención de Guarayos es su nombre oficial. En aquella época ya me desempeñaba en Zamboanga y el licenciado me invitó a integrarme a su "equipo multidisciplinario" para llevar el bienestar a los habitantes originarios de Ascención.
Aproveché mis vacaciones y nos reunimos, a invitación suya, en un modesto aunque sabroso mesón de Santa Cruz de la Sierra.
-Es muy fácil, hermano -me decía-,
armamos una ONG, conseguimos platas en Francia y empezamos a funcionar.
-A funcionar en qué?
-
Bueno, esta ONG nos contrata y el proyecto puede durar por lo menos un par de años.
-Sí, pero, cuál es el proyecto?
-Ah... eso. Bueno, te explico. Estoy relacionado con unos amigos que son una maaaaadre en informática y ellos tienen un plano satelital de toda Bolivia, que es útil para el reordenamiento territorial y la titulación de los predios de la provincia. Entonces, estos informáticos, que son muuuy inteligentes, hermano, ya los vas a conocer, también te pueden instalar cámaras en los baños, en todas las oficinas...
-Pero, ¿qué tienen que ver las camaritas con los indios guarayos?
-
En realidad nada, hermano. Pero es un sistema muy útil, porque así evitas que un pendejo se meta al baño a aspirar cocaína...
-
Sabe, licenciado, no estoy entendiendo.
-
No, te explico, es que como tú trabajas en el servicio consular, y tus jefes seguramente estarán interesados en acabar con este flagelo de las drogas, hermano, entonces, con tu ayuda, ponemos una orden de compra y nos vamos fifty-fifty.
-No tengo grandes contactos. Pero dígame, licenciado, ¿alguien le ha comprado este servicio?
-
Cómo no, hermano. Estoy vendiendo este sistema a la embajada americana, en La Paz, porque ellos no quieren que se les llene de drogos cuando ofrecen sus recepciones y...
-No me diga que los gringos no tienen tecnología propia para hacer eso. Además... disculpe la inquietud... asumo que a Ud. le debe estar yendo muy bien...
-Por supuesto, hermano, estoy ganando mucha plata. Es más, vamos a terminar esta charla en el bar del Hotel Los Tajibos.
.........
El bar del Hotel Los Tajibos es muy agradable. Tiene vista a la piscina, instalada en su enorme patio central. Son las nueve de la noche, la temperatura no baja de treinta grados y un grupo de "Las Magníficas", conocida agencia de modelos de esta ciudad, juguetea en el agua. El licenciado y yo continuamos la charla, sin mirarnos, absortos mirando cada cual a las despreocupadas ninfas. Vistos desde la piscina, nos hubiésemos parecido a esas escenas del cine, en que ambos protagonistas conversan mirando a la cámara.
Luego de dos whiskys dobles, traen la cuenta. De inmediato, el licenciado se cubre la cara con ambas manos.
-Licenciado, ¿se siente mal?
- (sollozos)
-Licen...
-No me vas a creer, hermano, pero estoy pasando por un trance muy duro...es terrible...
-Calma, licen, que todo tiene solución.
Súbitamente, el Licenciado enjuga las lágrimas y aclara la voz:
-La verdad, hay que reconocerlo, he tenido problemas con las drogas, por eso es que he estudiado el tema, porque me fregaron con una camarita... pero hermano, quiero que sepas que ahora estoy bien.
-Si licen, por supuesto.
-Es que mi madre, que sigue viviendo en Cochabamba, está un poco enfadada con el asunto, y no me está mandando dinero...
-Ahhh, entiendo (el licenciado es, digamos, más que mayor de edad).
-Yo te he invitado esta noche, hermano.... y, por la amistad que nos une, y no lo tomes a mal, porque yo sé que no lo vas a tomar a mal... yo sólo necesito que me prestes unos 100 dólares, ¿será posible?
-Cómo no, licen.
(Continuará).

miércoles, 18 de octubre de 2006

Averiguaciones para el colega Oliveira

Procedo a contestarle al colega Oliveira, acerca de la posibilidad de que el gobierno holandés lo designe cónsul en Papudo:

En efecto, colega y, permítame decirle, amigo, el gobierno holandés mantiene un programa de reclutamiento de oficiales consulares que abarca todo el ancho mundo, creado en la época de Ludovicus II. Los oficiales así nombrados no reciben sueldo alguno, sino que, al contrario, deben obtener su propia manutención y pagar oportunamente su patente consular. Entiéndase bien e imáginese la realidad de la época: al cónsul le era permitido el pillaje, manteniendo el bajo perfil que correspondía a un súbdito protestante, eficiente en la recaudación o "generación de riqueza" como si ya hubiese leído a Max Weber, pudiendo disfrutar de la protección militar de la armada real, todo a cambio del cumplido y oportuno pago de la tasa o rédito real. Naturalmente, el precio de la patente varía según el lugar de destinación y, según me comentan, no se ha actualizado desde que fue copiada del Cedulario de los Reales Corsos de S.M. Británica. Así, en el cedulario no figura Papudo, pues al tiempo de su confección dicho puerto acababa de ser saqueado por Mr. Sharpe y, estimando la corona británica de la época que no quedaban objetos ni especies para la rapiña, tampoco tendría el cónsul allí destinado de dónde sacar para cumplir sus obligaciones con la corona. Esta situación se mantiene al día de hoy por puro honor a la tradición histórica, la que no da acabada cuenta de lo pujante que es actualmente el señalado puerto.

Sin embargo, no todo está perdido. Uno de los cargos vacantes, me cuentan, es el de Batavia, antiguo leprosario sito en la actual República de Surinam, vacante desde los tiempos de Peter Donders, fraile redentorista que paralelamente a su ministerio apostólico ejerció la labor consular y que se refirió así a las penurias de su oficio: "El trabajo entre los negros cimarrones no va bien. También la adversidad y la cruz vienen de Dios, y nada se realiza sin la cruz”.


El cedulario no aclara, por cierto, cuáles podrían ser las fuentes de ingreso del cónsul al servicio del estado holandés en aquellas tórridas tierras, plagadas de enfermedades, inmoralidad y mosquitos, según dan cuenta algunas cartas del beato. Pero lo importante es que el cargo vacante existe y, he aquí lo novedoso, existe un fondo creado por el fraile para asistir monetariamente a quien tenga los "eggerhitten" ("cojones" en dialecto de Tilburg, provincia natal de fray Donders) para trasladarse al antiguo leprosario a ejercer el noble oficio consular. Este fondo cubre los gastos de traslado y una austera asignación para los primeros tres meses de ejercicio. Tómelo Ud., amigo Oliveira, que Dios, y si no es él, nadie, proveerá.

Se despide attsmo. s.s.s.
Eleuterio Gálvez.

PD: No me sorprende que el Sr. Figueroa, quien efectivamente residió en Recodo, cerca de Zamboanga, hurte el rostro cuando Ud. me menta: aún me debe 1.500 dólares estadounidenses desde la última pelea de gallos a la que asistimos. Mi gallo ganó el lance y el sr. figueroa (así, con minúscula) dijo "voy y vuelvo", queriendo decir que iba a su automóvil a buscar el dinero necesario para pagar su apuesta, siendo aquella la última vez que lo vi.

Respecto de mi amigo Efraim, debo reconocer que talvez mantiene una que otra deuda relacionada con su vocación de intercambio de cannabis. La verdad, esta es la arista reservada de nuestro amigo, y no habría querido referirme a ella. Según me relató en alguna ocasión, la oportuna asistencia médica y terapéutica le permitió apartarse del consumo -y sobretodo del tráfico- de dichas sustancias. Pueda ser que el mal recuerdo que dejó en vuestro interlocutor corresponda a aquella etapa pasada, superada, y no responda a una recaída que, de existir, debe haber comprometido seriamente sus posibilidades de librarse de la prisión iraní. Próximamente nos abocaremos a averiguar sobre su suerte.

Debate de actualidad: ¿quién debe asumir el lasto necesario para asumir el cargo de cónsul?

He recibido la siguiente carta, de un aspirante a colega. Creo que servirá para iniciar un interesante debate acerca del tópico que nos ocupa:

"Desconocido pero entrañable señor Gálvez: He leído con no poca algarabía sus escritos en este medio, dando cuenta de sus aventuras y desventuras a causa del servicio diplomático en las Filipinas, país que no tengo el gusto de conocer, pero que imagino exótico, de acuerdo con su versión y con otras que he tenido a la vista y que luego se las comentaré. De sus palabras puedo colegir el placer que le reporta el trabajo del servicio exterior, cuestión que no me llama enormemente la atención dado el hecho que, por extrañas coincidencias, tanto vuestra vida como la mía han estado marcadas por el mencionado sino.

En efecto Eleuterio ( dispénseme el rapto de confianza), mi abuelo Eugenio sirvió en la embajada chilena en Río de Janeiro entre los años 1942 y 1944, siendo a la sazón embajador don Gabriel González Videla. El suyo (de mi abuelo, se entiende) fue un cargo del menor rango, no obstante, su estadía en la mencionada le sirvió para granjearse la amistad tanto del ya señalado embajador como de tantos otros correligionarios de aquel tiempo, cuestión que por aquellos años era trofeo tan preciado como la posesión de valores inmobiliarios. Y así fue que, de vuelta al país, a mi abuelo le fue encomendada la patriótica (si se permite el eufemismo) misión de colectar fondos con el objeto de erigir algunos de los tantos monumentos a la memoria de don Pedro Aguirre Cerda. Preferiría omitir detalles sobre las resultas del particular encargo entregado a mi abuelo, pero lo cierto es que hacia 1947, y de acuerdo a lo que refiere mi padre, Tolentino, la familia hubo de partir a otra misión diplomática, ahora en Bélgica, ahora sí con mi abuelo ostentando un cargo algo más elevado, mas no de carrera, como así él lo deseaba y deseó hasta el día de su deceso, ocurrido en Bucarest por el año 1971. Pero bueno, para qué marearlo con tanto dato ilustrativo (aunque sospecho que usted no le hace el quite a lo particular sobre lo general), si al fin y al cabo lo que pretendía explicarle era que así como su vida ( la suya Eleuterio), la mía ha estado marcada por una especie de determinismo, si me vuelve a permitir, ahora el neologismo; proto-diplomático.

Largos años transcurrieron para mi abuelo en dicha destinación, tantos como para que el olvido cubriera con polvo (y en algunos casos con mera tierra de camposanto) su permanencia en aquellas latitudes. Lo cierto es que cierta mañana de 1960, algún funcionario de menor orden del Ministerio de Relaciones Exteriores en Santiago descubrió que un tal Eugenio Oliveira Salazar recibía mensual y religiosamente su remuneración como cónsul adjunto en el Principado de Limburgo. Para entonces, mi abuelo había enviudado y vuelto a casar con belga (lo que se prestaba para bromas de dudoso gusto) y mi padre (N. de la R: debe decir "mi abuelo") ya había enviado a su hijo (mi padre) de vuelta a Chile para que cursara sus estudios superiores y, por sobre todo, para que le permitiera disfrutar de su belga a sus anchas.

Insisto en intentar resumir la historia y llegar al punto en que vuestra vida y la mía se entrecruzan o, más bien, se relacionan de manera tangencial o perpendicular, vaya a saber usted. El caso es que el abuelo Eugenio fue licenciado del servicio exterior sin ninguna pompa y con escasa circunstancia; y con el objeto de cubrir con olvido el gazapo cancilleril, se le otorgó un dudoso rango de cónsul honorario de la República de Chile en la ciudad de Weert, lugar en donde depositó sus huesos hasta que la muerte lo sorprendió en Rumania, en uno de sus viajes como geronte subsidiado por el estado holandés. Desde mucho antes de su muerte, mi padre y yo sólo recibíamos noticias cada tanto respecto del estado del vejete que, aún a sus años, se daba maña para sacarle lustre a la belga, (no se permite el chiste, evite la vulgaridad) bastantes años menor que él. Es a causa del deceso de mi abuelo que el azar nos une en estos trances diplomáticos mi querido Eleuterio (dispénseme nuevamente el arrebato de confianza). Y tal es así que, en circunstancias de la vacancia del consulado en la ciudad de Weert, fue la comunidad en pleno (las fuerzas vivas de la ciudad dirían algunos) quien solicitó al gobierno de Chile el nombramiento de otro cónsul honorario, sugiriendo que, de ser posible, se nombrara al hijo de don Eugenio Oliveira.

El año 1972, en Mayo, Tolentino, mi padre, asumió en pleno el cargo, sin conocer la ciudad, y sin hablar un bendito carajo de holandés, flamenco o limburgués. Vivió sólo, durante ocho años hasta que mi madre, aburrida de ser la esposa de un representante consular minúsculo, que le enviaba cada tanto una ridícula suma para su manutención, olvidó su orgullo y se despachó rumbo a Europa con tan sólo algunos bártulos y mis dos hermanos menores, dejando a este servidor a merced de las vicisitudes y estragos que causan las circunstancias de ser un cero a la izquierda (lo reconozco, soy un inútil empedernido) estudiando una carrera de pronóstico reservado como era a la sazón la Licenciatura en Historia. Lo dramático mi amigo Gálvez (ídem, íbidem) es que, transcurridos los años y puesto en el trance de la nada lamentable muerte de mi progenitor (en esencia era un caradura que falleció de un infarto mientras se solazaba con su secretaria Nadia en el despacho del consulado), he sido llamado, esta vez por el Alcalde de la ciudad de Weert, a llenar el cargo dejado por mi padre, eso sí, con el traslado con cargo a mi fortuna, que de momento (y en todos los momentos) es tan exigua que escasamente podría llegar hasta La Ligua.

Como puede ver mi queridísimo amigo, la situación es particularmente ridícula y se entronca con su historia como la prolongación de un sino al que es imposible resistir, pero que, por las circunstancias actuales (y las de ayer y las de hace un año o más) me es improbable su cumplimiento, al menos de forma tempestiva. Así como usted se ve envuelto en avatares de insospechadas consecuencias a causa de su condición hereditaria, yo me hallo en el trance de recibir una oferta para cumplir con mi designio vital, pero impedido de darle curso al oráculo. Por eso, a veces consulto el i- ching.

Finalmente mi amigo (ya no pido excusas por el exabrupto de solicitar su amistad, como puede ver), y dada su experiencia en la diplomacia, quisiera formularle una pregunta: ¿Será razonable solicitarle al Estado holandés que a cambio de la representación consular chilena en Weert, me otorgaran una de ellos, en calidad de honorario por cierto, en la ciudad de Papudo, que es donde ahora resido?

Agradecido espero y emocionado lo abrazo
Fernando Oliveira

PD: Mis referencias acerca de Zamboanga vienen de parte de un queridísimo amigo, Raúl Figueroa (el chico Figueroa) quien residió por unos 5 años en Recodo, a unos 15 kilómetros de la mencionada. Cuando le pregunté si conoció a algún chileno en Zamboanga, cambió de conversación y me relató acerca de un viaje a Malawi, tan de moda en estos días.

PPD: Por otras coincidencias, el ya señalado Figueroa me indicó que sí conoció a un tal Efraim en Kingston, pero, a contrario de lo que sostiene en el texto leído, este Efraim era un reconocido contrabandista de marihuana y ferviente consumidor de cannabis índica. Cuando inquirí más detalles, Figueroa sólo apuntó que el tal Efraim se podía ir, cuando lo quisiera, a la mismísma raíz cuadrada de la madre que lo parió. Literal".

lunes, 16 de octubre de 2006

Un Colega en Problemas


Tres semanas después de nuestro arribo a Santiago, la puerta de mi departamento fue derribada a patadas por el padre de Cadina, ayudado por unos karatecas de Patronato que contactó no sé como, y hube de huir con mi humanidad a medio vestir por el balcón del vecino. Ya el día anterior había recibido otra mala noticia: Mis superiores me han llamado por teléfono para notificarme de mi cese inmediato en el cargo de cónsul en Zamboanga, por “notable abandono de deberes”, al haberme trasladado a Santiago sin aviso ni autorización alguna. No puede ser –le alegué a uno de mis jefes- por cuanto soy cónsul honorario y no tengo obligación de residencia; difícilmente podrían sancionarme si no me pagan. Hay una confusión -le digo-. Bueno, aquí dice que Ud. abandonó su puesto, -me dice-. Quedo preocupado, pues estoy buscando un nombramiento en el escalafón hace años, y este aparente cese no resulta un buen augurio. Mientras intento aclarar qué será de mi futuro laboral, sentado en un banco de la plaza Santa Ana, extraigo del bolsillo de mi chaqueta dos sobres que recibí esta mañana. Uno de ellos proviene del Servicio Consular y contiene... mi nombramiento en propiedad en el cargo de cónsul en Zamboanga, fechado la semana pasada. El otro sobre contiene una carta de mi amigo Efraim Goldstein, cónsul de Jamaica en Teherán, fechada hace tres meses y que fue recibida en el Ministerio. Conocí a Efraim en Bahía Cochinos, cuando ambos estábamos descargando refrigeradores alemanes en la playa por encargo de unos contrabandistas de La Habana, y nos vimos atrapados por el fuego cruzado. Se armó una batahola y Efraim, de rasgos más bien europeos, fue confundido por los gringos con alguno de los miembros de la elite blanca isleña que estaban por allí en calidad de ayudistas, y con gran sentido de oportunidad agarró un rifle que soltó un gringo alcanzado por un tiro revolucionario y tomó posición tras un cocotero. Fue la última vez que estuvo en Cuba, aquel hermoso país que lo vio nacer y que lo cobijó en el orfanato San Ángel hasta la edad de quince años. En efecto, Efraim hubo de regresar con las tropas a Miami y cuando los marines se dieron cuenta que no era uno de ellos ni tampoco gusano, no supieron qué hacer con él y, ante el riesgo de ser devuelto a Cuba donde bien pudo enfrentar el paredón por su participación en la gesta marrana, se acordó de que algún pariente lejano pasó por Inglaterra; e invocó en el acto su ciudadanía británica. Se hizo consultas telefónicas, con Efraim al borde del muelle, esperando con sus pilchas, y cuando advirtió por el ademán del oficial a cargo que sería devuelto a la isla, instintivamente saltó al agua, yendo a caer en la cubierta del Royal Ordenance Ship, un barco carguero jamaicano que en ese momento zarpaba. Viajó como polizón y, una vez en Kingston, se las arregló con los dones característicos de su estirpe y obtuvo un primer y modesto puesto en el servicio consular.
Efraim aprendió inglés en el orfanato, donde el régimen de Castro Ruz confinó a todos los hijos de gringos que cayeron luchando en el bando de Batista. Sin embargo, los padres de Efraim no eran norteamericanos, eran judíos que vinieron a La Habana desde Srebenica, que creo queda en Los Balcanes. El caso es que a sus padres, que frecuentaban a furibundos macartistas, “los agarró el turbión” y por ahí quedaron sepultados a medio camino entre La Habana y Santiago de Cuba, adonde intentaron llegar para pasar a Guantánamo. Para evitar que en caso de huida del orfanato estos niños se mezclaran con la resistencia interna, el régimen revolucionario les contrató profesores angloparlantes nativos, reclutados quizá erróneamente en Texas, con lo que una nueva oleada de macartistas encubiertos arribó a la isla e inculcaron a nuestro amigo una cierta intolerancia que, afortunadamente, ha ido perdiendo con los años. Efraim, hijo único, se fugó del orfanato a los quince años y alcanzó a trabajar en el contrabando cerca de un año, cuando ocurrió el incidente de la Bahía. En ese lapso aprendió algo de castellano, que luego matizó y terminó de estropear cuando estudió a Spinoza, el sabio sefaradí refugiado en Portugal y que enseñó en Holanda.
Su carta me sorprende. Me cuenta cómo antes de obtener el puesto en Teherán se convirtió al hasidismo, una vertiente ortodoxa del judaísmo, cuyos fundamentos hubo de estudiar por correspondencia, ante la negativa de Tel Aviv de becarlo para estudiar en Jerusalén, por causa de sus dudosas credenciales hebraicas. Más de algún problema, me cuenta, le ha traído su conversión ahora que está destinado a Teherán. La misiva continúa:
“Aprezado amico: desesperé cuando el mio governo me obligó la semana já passada, para asistir a uma conferença del presidente de este país. Iba a me bater con meus puños con algums de los oradores, mas me contuve por recordar que estou representando al governo de Jamaica. Voce sabe que meus superiors en Kingston me encomendaron difundir la “cultura jamaicana”, e me tienem obligado para aprender um baile e uns cánticos que eles dizem “reggae”, que están opuestos para mi religión, mas como diz vosotros, que una necesidad tiene cara de un hereje, non posso deixar este puesto, porque de aquí estoy obteniendo el sustento mio. Entonces, de aquí que eu estava la semana já passada nel Teatro del Campus de las Artes de la Universidade de Teherán, e hube de poner muito óleo en los meus cabelos para simular que eles estavan pegados a la maneira de los rastafarris. E assi foi que estuve tentando cantar e rasgando la vihuela, como voce me pode ver nela fotografia que eu estou mandando. Devo confessar que eu já estava entrando en entusiamo, cantando um aire que eles dizem de un siñor Marley, foi como si estivesse levitando, possívelmente por causa de uns cigarros de cannabis sativa que me emprestaron porque eles son el perfeito complemento de este arte, mas aconteciu que nesse momento apareciessen los soldados que les tem de nombre "guardianes de la fe", e me han apressado porque dizeram que já los Ayatolas dizeram que agora nengúm está paermitido para escolhar esta música nesta terra.
Dilecto amico, Usía me tiene de fazer un favor, mas non diga cossa alguna para meus superiors, porque eles van a deixar a la persona mia sem labor para assim non tener problemas con este regimen governante. La cossa que eu necessito é que tú mande una poquita quantidade, que equivale como a 500 libras jamaicanas antigas, para pagar la fianza que me tienen imposta, para así eu poder sair de esta prissión. E eles dizem que debe ser pronto, porque en el inicio del ramadán buscam prissioneiros para los dar a la multitud e estos le escarmentan su herejía con palos e pedras.
Se la mia persona non sobrevivesse a aquel escarmento, mande Vs. esta minha foto para la Dirección Consular en Kingston, como prova que eu encontrei el infortunio mentras estava laborando, e assí bem-guardar mi nombre ante meus superiors. Muitas gracias, eu quedo obrigado com vocé”.

jueves, 12 de octubre de 2006

Secuestro en Zamboanga


Normalmente, el té zamboangueño es preferible al café que preparan los isleños. También, normalmente, me someto al ritual de compartirlo con Diosdado, mi secretario, quien solícito lo prepara, un poco verde, la variedad más apetecida en este lugar. Aunque no he preguntado, he creído oler tés aromatizados con especias y.... casi me animo a probarlos.
El asunto sucedió así: Una chica, casada con un funcionario filipino trabajando en una ONG en Managua, es repudiada (el marido era musulmán) y ella vuelve a Santo Jesús, población cercana a esta capital regional. Aprovechando que su familia es de las que aquí llaman “moros”, se hace pasar por soltera y consigue trabajo en Arabia Saudita, que desde hace años recibe a cantidades de filipinos, de preferencia creyentes, quienes son mayoría en el extremo Sur de esta isla.
¿Cómo me vi envuelto en el asunto? La chica requería la legalización de documentos obtenidos en Managua, que hacían fe de su diploma de peluquera y esteticista, y nuestro gobierno mantiene convenio con el de Nicaragua para atender sus asuntos consulares en Filipinas. Como premio por un servicio prestado creo que al presidente González Videla, mi padre fue nombrado cónsul en Santa María, al norte de Salta, y yo alcancé para cónsul honorario aquí. Llevo ya diez años en estos menesteres.
La muchacha, vivaz y demasiado sensual para lo que estaba por venir, hablaba perfecto chavacano, el dialecto español que muchos de los naturales aún utilizan, y que me permite de algún modo entenderme con ellos a falta del inglés, por parte de ellos, y de innumerables lenguas inpronunciables, por parte mía.
Así fue que Cadina Rosales se presentó y me dijo:
Tú tiene que visá este documentos, que me requieren el mga sauditas para dá un trabajo a mí.
Cómo no,
le dije, este estarán para mañana y vienes para buscalo en la hora ocho en punto.
Así fue que, siendo las ocho del día siguiente, Cadina no apareció. Transcurrió el día con el sopor habitual, y con algún desgano leí el Zamboanga Times, con sus habituales notas sobre la guerrilla de los moros y el rescate que últimamente pedían por dos turistas neocelandeses. En la TV, teleseries en chavacano o en alguna lengua indescifrable, no contribuían a mantener la vigilia. Me eché en la hamaca que tengo en el patio de la legación, atento al teléfono o a la desconsiderada llamada a la puerta de algún inoportuno justo a la hora de la siesta.
Desperté en la penumbra del anochecer, con el contacto de una mano suave y morena en mi antebrazo. Era Cadina.
¿Qué hace tú aquí en este hora?, le pregunté.
Vos ya me dice que viniese en el ocho, me dijo,
y está apenas pasadita.
En ese momento se escuchó lejos, tal vez en la montaña del sureste, unas detonaciones. Eran otra vez los del Frente Moro, siempre insistiendo con acercarse a la ciudad, aunque el ejército los mantiene a raya.
Está bien, le dije, vamos entrá para mi oficina. Largo rato estuvimos charlando, y Cadina quiso encontrar en la radio alguna cantante latina, tal vez Shakira, no recuerdo. Dijo que le gustaba cómo se movían las cantantes, como gatas, porque ella también podía bailar así y ya había enseñado a todas sus hermanas y primas ese baile, cuando su padre no estaba. Su madre no consentía, pero había un pacto de silencio que les permitía, sobretodo a las más jóvenes, saborear un baile de otro trópico, con sensuales movimientos de caderas que hacían pensar en huríes ataviadas con las más leves telas que pueda concebirse.
En un momento, Cadina me preguntó cómo era la vida en Santiago de Chile. Le conté que no tiene ni la belleza del paisaje zamboangueño, ni los aromas de sus mercados, ni es corriente encontrarse con gente que disfrute bailar, como en el Caribe o Centroamérica o como aquí mismo, que prácticamente sólo debía ser mejor que Arabia Saudita, donde la chica pensaba viajar sola. Le previne que conocía de varios casos en que un saudí se había encaprichado con alguna filipina, y se las había arreglado para que le quitaran el pasaporte al objeto de su deseo, a la espera de verla rendirse, sin dinero y sin esperanza de volver a su país. Todo terminaba con un casamiento tradicional, incluso invitando al padre de la deseada.
El rostro de Cadina se ensombreció. Sus únicos conocimientos de Arabia se reducían a los ocasionales llamados telefónicos de Ludmira, creyente tradicionalista y prima de su madre, que hace algunos años radicó con su marido en Riad, él trabajando como obrero de la construcción y ella encerrada en casa viendo teleseries latinoamericanas por el cable. Ahora, el padre de Cadina, avergonzado por su separación, la enviaría como fuera a Riad, a trabajar o a ganarse la vida en lo que fuese, ojalá casándola con un creyente que la disciplinase.
En ese momento, ráfagas de metralleta se escucharon con nitidez, ellos estaban cerca. Era preciso tomar precauciones. Cerré la reja de entrada con llave y entramos a la sala. Encendí la TV. En efecto, un gran contigente guerrillero combatía con fiereza en las afueras de la ciudad y ya tenían tomado el aeropuerto local. Amenazaban con liquidar a los rehenes que tomaron allí, la mayoría turistas australianos y japoneses, que suelen disfrutar de las playas de la región por pocos dólares, en vez de pagar altísimos precios en la cercana Bali.
Una bomba cayó en nuestra calle. La casa se estremeció y atiné sólo a estrechar a Cadina, en un esfuerzo por protegerla o quizá para no perder el equilibrio al cerrar instintivamente los ojos.
Pronto escuchamos culatazos, puertas pateadas, gritos, carreras y luego silencio. Una sirena de ambulancia. Más gritos.
Entonces, casi sin estruendo, un grupo de ellos derribó nuestra puerta trasera, que daba al patio. Buscaban dinero y joyas que les permitiesen traficar durante los largos meses que estarían en las montañas, al replegarse.
Nos apuntaron con un arma de caño largo y uno de ellos nos condujo a una oficina pequeña y quedamos encerrados, ella aterrada, yo expectante y tenso.
Otro estruendo y luego silencio, absoluto silencio. Salimos al cabo de una hora y echamos a correr entre el humo. Un camión que escapaba al norte nos recogió. Llevaba unas treinta personas, varias de ellas rostros que creí reconocer de esta ciudad que muy grande no es.
Tres días después, me encontraba en Santiago, con Cadina. ¿Llamaré a mi padre? me preguntó. Va creé que nos está prisioneros.
No llame a él por ahora. Deje a él creé que nos está prisioneros, por un tiempito, agregué.-