jueves, 12 de octubre de 2006

Secuestro en Zamboanga


Normalmente, el té zamboangueño es preferible al café que preparan los isleños. También, normalmente, me someto al ritual de compartirlo con Diosdado, mi secretario, quien solícito lo prepara, un poco verde, la variedad más apetecida en este lugar. Aunque no he preguntado, he creído oler tés aromatizados con especias y.... casi me animo a probarlos.
El asunto sucedió así: Una chica, casada con un funcionario filipino trabajando en una ONG en Managua, es repudiada (el marido era musulmán) y ella vuelve a Santo Jesús, población cercana a esta capital regional. Aprovechando que su familia es de las que aquí llaman “moros”, se hace pasar por soltera y consigue trabajo en Arabia Saudita, que desde hace años recibe a cantidades de filipinos, de preferencia creyentes, quienes son mayoría en el extremo Sur de esta isla.
¿Cómo me vi envuelto en el asunto? La chica requería la legalización de documentos obtenidos en Managua, que hacían fe de su diploma de peluquera y esteticista, y nuestro gobierno mantiene convenio con el de Nicaragua para atender sus asuntos consulares en Filipinas. Como premio por un servicio prestado creo que al presidente González Videla, mi padre fue nombrado cónsul en Santa María, al norte de Salta, y yo alcancé para cónsul honorario aquí. Llevo ya diez años en estos menesteres.
La muchacha, vivaz y demasiado sensual para lo que estaba por venir, hablaba perfecto chavacano, el dialecto español que muchos de los naturales aún utilizan, y que me permite de algún modo entenderme con ellos a falta del inglés, por parte de ellos, y de innumerables lenguas inpronunciables, por parte mía.
Así fue que Cadina Rosales se presentó y me dijo:
Tú tiene que visá este documentos, que me requieren el mga sauditas para dá un trabajo a mí.
Cómo no,
le dije, este estarán para mañana y vienes para buscalo en la hora ocho en punto.
Así fue que, siendo las ocho del día siguiente, Cadina no apareció. Transcurrió el día con el sopor habitual, y con algún desgano leí el Zamboanga Times, con sus habituales notas sobre la guerrilla de los moros y el rescate que últimamente pedían por dos turistas neocelandeses. En la TV, teleseries en chavacano o en alguna lengua indescifrable, no contribuían a mantener la vigilia. Me eché en la hamaca que tengo en el patio de la legación, atento al teléfono o a la desconsiderada llamada a la puerta de algún inoportuno justo a la hora de la siesta.
Desperté en la penumbra del anochecer, con el contacto de una mano suave y morena en mi antebrazo. Era Cadina.
¿Qué hace tú aquí en este hora?, le pregunté.
Vos ya me dice que viniese en el ocho, me dijo,
y está apenas pasadita.
En ese momento se escuchó lejos, tal vez en la montaña del sureste, unas detonaciones. Eran otra vez los del Frente Moro, siempre insistiendo con acercarse a la ciudad, aunque el ejército los mantiene a raya.
Está bien, le dije, vamos entrá para mi oficina. Largo rato estuvimos charlando, y Cadina quiso encontrar en la radio alguna cantante latina, tal vez Shakira, no recuerdo. Dijo que le gustaba cómo se movían las cantantes, como gatas, porque ella también podía bailar así y ya había enseñado a todas sus hermanas y primas ese baile, cuando su padre no estaba. Su madre no consentía, pero había un pacto de silencio que les permitía, sobretodo a las más jóvenes, saborear un baile de otro trópico, con sensuales movimientos de caderas que hacían pensar en huríes ataviadas con las más leves telas que pueda concebirse.
En un momento, Cadina me preguntó cómo era la vida en Santiago de Chile. Le conté que no tiene ni la belleza del paisaje zamboangueño, ni los aromas de sus mercados, ni es corriente encontrarse con gente que disfrute bailar, como en el Caribe o Centroamérica o como aquí mismo, que prácticamente sólo debía ser mejor que Arabia Saudita, donde la chica pensaba viajar sola. Le previne que conocía de varios casos en que un saudí se había encaprichado con alguna filipina, y se las había arreglado para que le quitaran el pasaporte al objeto de su deseo, a la espera de verla rendirse, sin dinero y sin esperanza de volver a su país. Todo terminaba con un casamiento tradicional, incluso invitando al padre de la deseada.
El rostro de Cadina se ensombreció. Sus únicos conocimientos de Arabia se reducían a los ocasionales llamados telefónicos de Ludmira, creyente tradicionalista y prima de su madre, que hace algunos años radicó con su marido en Riad, él trabajando como obrero de la construcción y ella encerrada en casa viendo teleseries latinoamericanas por el cable. Ahora, el padre de Cadina, avergonzado por su separación, la enviaría como fuera a Riad, a trabajar o a ganarse la vida en lo que fuese, ojalá casándola con un creyente que la disciplinase.
En ese momento, ráfagas de metralleta se escucharon con nitidez, ellos estaban cerca. Era preciso tomar precauciones. Cerré la reja de entrada con llave y entramos a la sala. Encendí la TV. En efecto, un gran contigente guerrillero combatía con fiereza en las afueras de la ciudad y ya tenían tomado el aeropuerto local. Amenazaban con liquidar a los rehenes que tomaron allí, la mayoría turistas australianos y japoneses, que suelen disfrutar de las playas de la región por pocos dólares, en vez de pagar altísimos precios en la cercana Bali.
Una bomba cayó en nuestra calle. La casa se estremeció y atiné sólo a estrechar a Cadina, en un esfuerzo por protegerla o quizá para no perder el equilibrio al cerrar instintivamente los ojos.
Pronto escuchamos culatazos, puertas pateadas, gritos, carreras y luego silencio. Una sirena de ambulancia. Más gritos.
Entonces, casi sin estruendo, un grupo de ellos derribó nuestra puerta trasera, que daba al patio. Buscaban dinero y joyas que les permitiesen traficar durante los largos meses que estarían en las montañas, al replegarse.
Nos apuntaron con un arma de caño largo y uno de ellos nos condujo a una oficina pequeña y quedamos encerrados, ella aterrada, yo expectante y tenso.
Otro estruendo y luego silencio, absoluto silencio. Salimos al cabo de una hora y echamos a correr entre el humo. Un camión que escapaba al norte nos recogió. Llevaba unas treinta personas, varias de ellas rostros que creí reconocer de esta ciudad que muy grande no es.
Tres días después, me encontraba en Santiago, con Cadina. ¿Llamaré a mi padre? me preguntó. Va creé que nos está prisioneros.
No llame a él por ahora. Deje a él creé que nos está prisioneros, por un tiempito, agregué.-

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Creo que la historia es muy interesante y estoy muy expectante para saber lo que ocurrió con Cadina y el Cónsul.

Eulalia dijo...

Don Eleuterio:
decidí comenzar por el principio, y con franqueza creo que hice lo adecuado, aunque el capítulo me pareció demasiado largo para este medio.
No obstante, me encantó. Sigo hacia el futuro ya pasado.
Un beso

Anónimo dijo...

Interesante... un tanto clásico y sofisticado, veamos que sorpresas nos mostrara en el camino. Recomendable