lunes, 19 de febrero de 2007

Visita a Palmasola

Resumen de capítulos anteriores (abarca sólo el periplo en Bolivia):
12 noviembre, 2006: La Licenciada Peredo. Conocí a la Licenciada Peredo en el avión de Santiago de Chile a Santa Cruz de la Sierra (Bolivia). Ella manejaba una cadena de farmacias de su familia. En el viaje me percaté del efecto que el clima del trópico tiene en la firmeza de carnes de las hembras cruceñas, aserto que se vio confirmado en la Lcda., pese a su voluminosa estampa. Luego de nuestro arribo a Sta. Cruz, me invitó a un karaoke, donde departí con otros tres varones que la acompañaban.
16 noviembre, 2006: El Crimen. Invitado a un karaoke por la Lcda., compartí mesa con sus otros tres invitados. Uno de ellos era su socio y pariente, el Licenciado Peredo; el otro, el Dr. Justiniano, químico farmacéutico y miembro, al igual que ella, del Directorio de la Asociación Farmacéutica. Por último, un tipo que parecía ser un amigo aventajado de la Lcda., que se presentó como Dr. Vaca Díez, cirujano plástico. Éramos cuatro varones, sentados a la mesa presidida y dirigida por la Lcda. Peredo. Esa noche compartí auto y lecho con ella, en ese orden, desde que me llevó rauda a un motel que ella eligió. Fuimos despertados al día siguiente por un policía, quien nos informó que el Dr. Vaca Díez estaba muerto.
La Lcda. quedó detenida.
09 diciembre, 2006: Buscando Ayuda. Visité esa misma mañana a la Lcda. en la Policía Técnica Judicial (PTJ). Justiniano se apellidaba el fiscal a cargo de la investigación. Un policía me entregó un papel, "de parte de la Licenciada", me dijo. Su texto era el siguiente: "El maletín del Dr. Vaca Díez está en la baulera de mi auto. Si no podés, por favor buscá un especialista".
Recuperé el maletín, cuyo contenido no me llamó la atención: eran sólo implementos de médico.
Busqué ayuda y me acordé de Alberto Santoro, amigo argentino hoy convertido en investigador privado. Le telefoneé a Buenos Aires y lo convencí de ayudarme. No quiso hablar de honorarios y emprendió viaje a Santa Cruz.
10 diciembre, 2006: El Maletín. El Licenciado Adulón (ver capítulos antiguos) me invitó esa misma noche a unos tragos. Acepté. Luego, de madrugada, en lamentable estado, fui devuelto a mi hotel. Desperté y encontré colillas de cigarrillo con marcas de lápiz labial. Lo que no hallé fue el maletín del Dr. Vaca Díez.
Acudí a declarar, citado por el fiscal Justiniano. Me enteré que el Dr. Vaca Díez fue ultimado con un escalpelo.
17 diciembre, 2006: Mi Amigo el Policía. A la salida de la fiscalía, fui secuestrado por un policía que ya conocía y por sus cómplices. Querían indagar si yo tenía el maletín, pero una llamada les informó que "el Dr. Justiniano" ya tenía el maletín, sin mencionar si se trataba del fiscal o del acompañante homónimo de la Lcda., a quien había conocido en el karaoke. Supe que, efectivamente, habían sustraído el maletín desde mi hotel. Quisieron eliminarme para no dejar testigos. Zafé.
01 enero, 2007: Llegada de Alberto. Luego de mi huida, llegué casi puntualmente al aeropuerto a recoger a Alberto. Comprobé que estaba ciego.
14 enero, 2007: Alberto Santoro, Investigador Privado. Alberto sugirió visitar de inmediato a la Lcda., quien estaba detenida en la cárcel de Palmasola, descartando que ello fuera peligroso, siempre y cuando actuáramos rápido.
Descripción de la cárcel de Palmasola: inmenso recinto compuesto por un muro perimetral, cuya mayoría de habitaciones ha sido construida por los propios internos. Un código de honor mantiene el orden en su interior. Sus cuartos y departamentos se venden libremente y disponen de servicios básicos. Con el auge del narcotráfico aparecieron viviendas de buena calidad y muchas comodidades. La Lcda. alquiló una de estas viviendas.

Ahora sí:


VISITA A PALMASOLA

Alberto y yo traspusimos la pesada reja del Penal y esperamos en vano que alguien nos condujera a alguna sala de visitas, que nos diera alguna instrucción. Pregunté a un aseador y me dio señas; "pregunte en la entrada", fue lo que dijo, señalando una aglomeración o mancha urbana a unos cien metros de distancia. En efecto, cruzamos un descampado hasta unas construcciones precarias. "¿A quién busca, doctor?", fue la frase de bienvenida de varios sujetos que por ahí transitaban, maestros de ceremonia mal vestidos aunque conscientes de su utilidad, exhibiendo por anticipado el orgullo de un trabajo bien hecho.

Buscamos a la Licenciada Peredo dije a uno de ellos, cuyo rostro parecía incapaz de mala intención.

Peredo, déjeme ver dijo el tipo, mientras examinaba una grasienta libretita. Es por acá; síganme los señores.

Nuestro guía nos condujo por unos laberintos, a medio camino entre pasillos y callejuelas, en un trayecto que duró varios minutos. Innumerable era el gentío, algunos laboriosos, otros matando el rato, sentados en el suelo o en pequeñas banquetas jugando damas o a las cartas, todos mezclados en un hábitat
peculiar que reunía a ambos o más sexos. También había niños y niñas. Una ONG europea financiaba dos pequeñas aulas que, según indicaba un letrerito y bajo el rótulo de "escuela", albergaba en ese instante a los hijos de los presos. En algún momento pregunté si estos niños tenían la libertad de salir del recinto, de ir, quizá, a alguna escuela extramuros, de visitar familiares. Alguien respondió que no, que sus padres no consentían en ello porque afuera estaba lleno de peligros. De hecho, muchos de sus progenitores tenían grandes cuentas que arreglar con gente afuera, lo que de algún modo ponía en peligro la seguridad de sus vástagos.

Aquí es dijo nuestro guía junto a una puerta recién pintada, una casita de una sola planta. Pulsé un timbre y pronto la puerta dejó ver la voluminosa y ansiada figura de la Licenciada. Vestía una túnica anaranjada y fue inevitable fundirnos en un abrazo, que pronto dio paso a besos cuyo mutuo ardor me sorprendió. Sabía que Alberto no nos veía, pero por pudor mitigué el sonido de nuestras bocas. Un ciego, pensé con obviedad, no dispone del recurso consistente en mirar distraídamente a un costado para evitar asistir a semejante espectáculo, pero de alguna manera mi amigo "fingía" mirar hacia el lado, lo que me permitió abandonarme ahora sin remilgos al gran abrazo de la Licenciada, que me recordó, con todo lo tierno y bizarro que ello envolvía, al gigantesco oso panda de peluche que me acompañó en mi niñez. Entretanto, observé cómo Alberto sacaba unas monedas de su bolsillo y, tasándolas con el índice de la otra mano, se las daba a nuestro guía.

Pasadas las presentaciones, Alberto preguntó a la Lcda. derechamente por el contenido del maletín.


No lo sé respondió. Es más, no recuerdo que el Dr. Justiniano haya llegado con un maletín al karaoke; talvez lo tuvo siempre en su movilidad(*).

Pero, por qué Ud. me pidió hacerme cargo del dichoso maletín? dije un poco molesto, al tiempo que me puse de pie. Es más, ¿acaso no pidió Ud. a un policía que me diera un mensaje, mientras estaba detenida en la oficina del fiscal?

Indagué en todos mis bolsillos, esta vez a fondo, y di con el papelito. Leí: "El maletín del Dr. Vaca Díez está en la baulera de mi auto".

Yo no he escrito eso dijo la Lcda.

Alberto pidió el papel y lo examinó. Lo palpó, sería correcto decir. Lo olió.


Sí, Eleuterio, la Lcda. dice algo cierto. El trazo de la escritura fue hecho con fuerza y dejó un surco en el papel. Es letra de hombre. Quien escribió esto usó una birome(**) Bic y fuma. Llevaba varias horas de fumar sin lavarse las manos. Pall Mall, me parece. El olor a nicotina está impregnado en el borde derecho del papel, por lo que asumo que éste fue sujetado con la mano de ese lado al momento de escribir y entonces se trata de un zurdo.

Bueno dije sorprendido, Bic y Pall Mall son marcas muy comunes aquí. Lo de "zurdo" creo que puede sernos de utilidad.

Inevitablemente, miré la marca de la cajetilla de cigarrillos que la Lcda. fumaba, puesta encima de una mesita. No era Pall Mall. Alberto no necesitaba verla, de seguro ya la había olido.


La Lcda. se levantó a preparar café. La seguí. Desde la cocina, pude ver cómo Alberto palpaba el crucigrama de la Lcda., a medio completar, puesto junto a los cigarrillos; y podría asegurar que cuando lo acercó a su rostro no fue por ver sino para oler. Quise preguntar a la Lcda. más sobre el Dr. Vaca Díez, pero me respondió con un beso. Intenté varias veces hablarle, pero era una fiera en celo, hábil de manos y labios. Ahora sí, la ceguera de Alberto me fue útil. Regresé con ella a sentarme, en el mismo estado de ignorancia que tenía hacía unos minutos, aunque mucho más agitado, sudoroso de feromonas. Alberto inspiró y sonrió.


Es hora de irnos dijo Alberto. Se puso de pie, abrió la puerta y se dispuso a salir. Se volteó. Si llega a saber algo sobre el contenido del maletín, mándenos avisar agregó.

Nuestro guía aún estaba en las cercanías y nos recondujo hasta la entrada. El policía de guardia hizo un ademán de despedida y fue entonces cuando se acercó un oficial de mayor graduación.


Sé que ha tenido problemas y puedo ayudarlo dijo de entrada. La gente que tiene el maletín no ha encontrado lo que buscaba, y quien lo tenga, corre peligro. Esto no es para Ud., doctor, no se meta en estas peleas que son para campeones. Tome mi tarjeta me alargó un cartoncito arrugado, me llama si necesita algo.

No atiné, no quise decirle que ya estaba cansado de negar mi participación en el asunto. Talvez ya era hora de que me involucrara. Ya salíamos cuando avisté en las afueras el auto de ventanas polarizadas en que viajaban mis captores. Una de las ventanas estaba baja y vi un par de cabezas en su interior. Me aterré. Describí el cuadro a mi amigo.


Volvamos a entrar dijo Alberto. Ubicó rápidamente al oficial con quien estábamos hacía unos momentos y le dijo algo que no alcancé a oír. El oficial rió. Alberto le siguió hablando y el uniformado lanzó una carcajada franca y sacudió la cabeza. Se acercaron.

Está bien me dijo el oficial. Si la extraña tanto, puede quedarse por esta noche con la Licenciada. Creo que también tiene un cuarto adicional, donde puede quedarse su amigo.

Continuará...

(*) auto, coche; (**) bolígrafo.

domingo, 14 de enero de 2007

Alberto Santoro, Investigador Privado


Alberto reconoció mi voz, o tal vez escuchó atentamente mis pasos, y me abrazó efusivamente. Yo, sorprendido, no quise preguntarle. Fue él quien abordó el asunto.

-Hará cuatro años que ya no veo. Me sometí a una operación, sin éxito.

No supe qué contestar.

-Por lo que escuché en el avión- cambió de tema, haciéndose cargo de mi incómoda sorpresa-, parece que el Dr. Vaca Díez era bien conocido. A nadie le resulta indiferente su muerte. Dicen que no tenía enemigos, pero luego oí que tenía mucha suerte con las mujeres. Hasta escuché que en una ocasión se fugó al Brasil con la esposa de otro. También tuvo líos con una sudafricana. No descartaría que todo eso tenga que ver con el crimen, pero habría que ver cómo cuadra la desaparición de su maletín.

Me pidió que le leyera lo publicado ese día. Compré El Deber y lo repasamos en las afueras del edificio, bajo un árbol de los estacionamientos. Quedó al tanto. Le conté también que la Licenciada Peredo ya estaba a esa hora formalizada por homicidio, que fui interrogado y luego plagiado. También le dije que había policías que sabían de mi presencia en el aeropuerto. Le conté que me buscaron en mi hotel, con un supuesto mensaje de la Licenciada, pidiéndome visitarla en la cárcel de Palmasola.

-Cuánto hace que hablaste con esos policías?- inquirió.

-Hará una hora, algo más, no sé.

-Bien. Vamos de inmediato a ver a la Licenciada- ordenó.

-Pero...

-Sabiendo que estás asustado, nadie pensará que vas a ir ahora. Tenemos tiempo.

La cárcel de Palmasola es un inmenso recinto amurallado, del tamaño de cualquier ciudad medieval. Se asemeja mucho a una de ellas desde el exterior. También en el interior. Parece que hubo en su construcción algún desorden presupuestario, porque el sitio albergaba en sus inicios escasas construcciones, siendo la mayor parte del terreno un eriazo seco, herido de zanjas y socavones, se diría a propósito para esconder a algún fugitivo. También había algunas canchas de fútbol, con arcos y deslindes imaginarios. Al poco tiempo de su inauguración, quedó excedida la escasa capacidad de sus instalaciones y los nuevos reclusos tuvieron que construir ellos mismos sus albergues, con material de desecho, ramas, lo que fuera. Cuando llegaba algún guapo, obligaba a alguno menos avisado a abandonar su habitación y dejarle su precaria construcción en exclusividad. Con el auge del narcotráfico también llegó gente de buen pasar. Fueron estos los que iniciaron una revolución inmobiliaria y se diría hasta urbanística al interior del penal. Al día de hoy, existen numerosas construcciones, todas hechas por los propios internos, que incluyen departamentos individuales con todas las comodidades, incluido sauna y sala de billar. Circulan sin limitaciones todo tipo de licores y mercaderías. Han aparecido callejuelas y esquinas, y hasta pequeños comercios de víveres. En la actualidad dicen que hay TV cable e internet, y que la falta de espacio impone la construcción en altura, existiendo algunos edificios de departamentos de hasta cuatro plantas. Me consta que cuando algún jefe termina de cumplir su condena, no abandona pura y simplemente su residencia, sino que la vende y se hace pagar. Si el comprador no paga, compromete a su familia y parientes extramuros. Para mayor seguridad, he visto y juro que no había bebido, títulos de dominio de estas viviendas inscritos en la Oficina de Derechos Reales (propiedad inmobiliaria). En aquella época, sin embargo, no había construcciones de más de una planta y la Licenciada había alquilado un departamento cómodo, con servicios básicos que me resulta imposible decir cómo se conseguían: electricidad, agua, teléfono e incluso gas. La presencia policial era escasa y se limitaba al personal de guardia en la entrada y al de las torretas de vigilancia. En el interior de esta ciudadela, un código de honor imponía orden y disciplina y quien atentaba contra la mantención de estos beneficios era arrojado sin trámites al barrio antiguo, compuesto por los pocos barracones que el estado construyó y que siempre estaban atestados.

Eran casi las cuatro de la tarde y Alberto y yo nos presentamos en la puerta del penal. Con increíble expedición nos permitieron el ingreso, marcándonos el antebrazo con una especie de tinta. Después sabríamos que lo difícil no era entrar, sino salir.

miércoles, 10 de enero de 2007

Vacantes Laborales para el colega Oliveira

Me dirijo en esta ocasión a mi amigo y colega, el Sr. Oliveira, ávido de encontrar un puesto en el Servicio Consular (Véase "Averiguaciones para el Colega Oliveira").


"Apreciado y distinguido Sr. Oliveira: El Principado de Sealand, pese a tener escasas relaciones con el exterior, es una plaza inexplotada, consularmente hablando; y, se diría, hasta inexplorada.

Me explico.


Su Carisma el Príncipe Roy, aquejado de una mala salud que podemos achacar a las penosas condiciones de vida en su modesto hábitat principesco, ha nombrado príncipe regente a su hijo Michael, quien acaricia la idea de vender el principado. Esto ha alarmado a Su Carisma. Las principales fuentes de ingreso de su microestado son, al día de hoy, la venta de sellos postales y la actividad bancaria: el principado ofrece domiciliar en su territorio a compañías urgidas por zafar del acoso tributario o fiscal de estados más poderosos. Quiere desbancar en esto a las Islas Cayman y a las Islas del Canal (Channel Islands). El escaso terreno disponible no es óbice para esta promisoria veta, desde que no se ofrece un domicilio físico, sino meramente una casilla postal, que parece ser suficiente para el objetivo fiscal perseguido, sobretodo en la tradición británica de mirar para el lado ("fucking side watch", en el lenguaje coloquial del barrio de los barracones de la planta baja del Principado).

Antiguamente, que en la corta vida del Principado quiere decir unos diez años atrás, el boom vino de la mano de la emigración de chinos de Hong Kong, cuando el gobierno británico se negó a otorgar pasaporte a sus súbditos locales al tiempo de devolver aquella ciudad estado al gobierno chino. Pues bien, el Principesco Ministro de Asuntos Exteriores, en aquella ocasión, ideó un negocio incuestionable: a todo aquel honkonés que jurara lealtad y fidelidad a Su Carisma el Príncipe Roy, se le otorgaría pasaporte del Principado, el que, se esperaba, sería admitido en algún momento en la Unión Europea. Este juramento podía expresarse por vía epistolar, por e-mail y aun tácitamente, siempre y cuando el interesado depositare el importe solicitado en la cuenta bancaria señalada al efecto. El problema o, más bien, uno de los problemas fue que el Sr. Ministro, por error, indicó los datos de su propia cuenta bancaria y no los del Principado, tan escaso hoy como entonces de las preciadas divisas que el mundo le retacea. Y el Sr. Ministro, malintencionadamente según algunos, abrió su cuenta en tierra firme, con lo que escapaba por completo al modesto brazo de la ley del pequeño y paupérrimo principado insular.

El otro problema fue aun más grave. Todos los honkoneses que llegaron a los diversos aeropuertos de la UE fueron devueltos a su lugar de origen, lo que hizo abrigar en sus amarillos corazones gran resentimiento contra Su Carisma, al que juzgaron autor del timo. Al día de hoy el Ministro de Asuntos Exteriores aún no se presenta a dar una explicación satisfactoria sobre el destino de los fondos (se dice que vendió cerca de diez mil pasaportes) y dilata día tras día su comparecencia ante el Gran Colegio Ejecutivo y Represor de Sealand, presidido por Su Carisma e integrado por su Donosura (la esposa del Príncipe). Se encuentra disponible el cargo de Secretario de Actas y, he aquí, ya le estoy anunciando, amigo Oliveira, una de las posibilidades laborales que el Principado ofrece. Sobre la manera de remunerarlo y de otras plazas disponibles, me explayo más adelante.
Pero bueno, volviendo al enojoso asunto de los pasaportes, sucedió que muchos de aquellos honkoneses, aunque tardaron, regresaron al fin a Europa y juraron cobrarse venganza. Desde luego, no todos los orientales son expertos en artes marciales, pero un buen número de ellos no temen en hacer saber a patadas su disconformidad, cuando la severidad del asunto así lo exige. Y eso fue, precisamente, lo que le ocurrió a Su Carisma, cuando un día, paseando de civil y surtiéndose de verduras y ojalá de algún trozo de carne en un mercado de Essex, todo dentro de lo que le permitían sus escasos recursos, fue reconocido por uno de sus súbditos chinos cuando intentó comprarle dos ejemplares de jurel. El honkonés empezó a hacer alharaca y al punto acudieron varios de sus compañeros, dispersos en aquel mercado, y se congregaron en círculo, rodeando a Su Carisma, para escuchar una especie de arenga del agitador, al parecer en cantonés y, mientras avanzaba el discurso, los súbditos mostraban algo así como odio en sus semblantes, de común inescrutables. Si en estos rostros insondables era posible ahora notar ese tipo de emoción, pensó Su Carisma, era porque la animadversión que les provocaba su persona era suma, de manera que, temiendo por su vida, negoció en el acto valiéndose de los conocimientos de mandarín que adquirió cuando sirvió para Su Majestad Británica en la guerra de Corea (en otro tiempo Su Carisma fue súbdito de aquella monarca). Es un secreto a voces en el Principado que Su Carisma no es un buen negociador -se aduce como prueba el poco tino observado para nombrar a su antiguo Ministro de Exteriores-, de modo que en esta ocasión la negociación comprometió, quizá decididamente y para siempre, el carácter europeo de su Principado. Su Carisma firmó "un papel", según sus propias palabras, redactado en mandarín, que aseguraba el derecho de estos súbditos honkoneses no sólo a residir en el Principado, sino a traer a todas sus familias, incluso cuando residiesen en China continental, más un cupo adicional para cada súbdito de cincuenta plazas, a todos quienes se les surtiría de los respectivos pasaportes. Se aseguraba, por último, que los súbditos firmantes del acuerdo podrían vender estos pasaportes extranumerarios e, incluso, adoptando el título de "Tutor", establecer un régimen tributario unipersonal especial para los adquirentes. Posteriormente y ya redactado el documento, se borroneó donde decía "adquirentes de los pasaportes" y se cambió por "nuevos súbditos y ciudadanos", ello por recomendación de un abogado ad honorem que en aquel tiempo servía a Su Carisma, quien al teléfono desde Bruselas informó que la redacción primitiva no franquearía jamás el ingreso del Principado a la UE e, incluso, podría significar algún tipo de persecución judicial. Por el mismo motivo se tachó la frase que, según el entendimiento del mandarín del que hace alarde Su Carisma, habría dicho algo así como que los nuevos súbditos, en retribución de su nuevo pasaporte y condición de ciudadano para-europeo, prometían prestar servicios personales a su tutor por el tiempo de veinte años, sin derecho a contraprestación o remuneración algunos, renunciando a todo tipo de reclamación si, ante el intento de eludir esta fundamental obligación, su tutor decidiere aplicar una fuerza proporcionada para asegurar, con grilletes, cadenas y otras prisiones, la persona del súbdito desobediente.

Pues bien, amigo Oliveira, decíamos que el cargo de secretario de actas del Gran Colegio Ejecutivo y Represor del Principado se encuentra vacante, y Su Carisma, aquejado por una severa artritis, agravada por la borrasca permanente del Mar del Norte, ya no puede por sí mismo labrar actas en su vieja Underwood. Se impone dar un salto a la modernidad, aunque no sea más que a una Olivetti de los 60', asunto en el cual Ud. podría terciar. El Príncipe, agobiado por las deudas y su mala salud, ha puesto en venta diversos títulos nobiliarios, pero le falta capital: Los títulos habrán de ser impresos de alguna forma. Talvez si Ud. contribuyere con una pequeña cantidad, suficiente para mandar a imprimir un ciento de títulos nobiliarios más lo necesario para insertar un pequeño aviso en El Mercurio dominical, en ABC, The Times y otros medios con llegada segura al público objetivo previsto para este emprendimiento; Su Carisma estaría dispuesto a aceptar el establecimiento de relaciones consulares con Chile y Ud. podría granjearse el cargo. Es más, atendida la extrema necesidad que hoy aqueja a nuestro Príncipe, creo no exagerar si digo que el trámite de establecer relaciones a nivel de consulado con Chile puede ser pasado por alto, de modo que Ud., si contribuye de la manera que le estoy diciendo, podría entrar a servir desde ya el cargo de Cónsul. Como podrá ver, el costo del emprendimiento es sensiblemente menor al de la adquisición de una patente consular y, una vez posesionado, puede dedicarse a urdir nuevos negocios y servicios, no sólo para ofrecer a nuestros connacionales, sino al público en general; como, por ejemplo, retomar el asunto del domicilio de compañías de papel, cuentas bancarias virtuales, administración hotelera para cobijar a incautos visitantes ocasionales, defensa del territorio, etc.

No me explayo más porque Su Carisma me pidió publicar una semblanza laudatoria y hasta el momento no ha hecho el depósito convenido en mi cuenta. Ya idearé una forma de cobrarme.

Lo saluda attsmo. s.s.s.,

Eleuterio Gálvez."

lunes, 1 de enero de 2007

Llegada de Alberto


Llegué al aeropuerto casi a las tres de la tarde. Pregunté en el mostrador de Aerolíneas Argentinas y supe que el avión que traía a Alberto llegó puntualmente, a las dos.
¿Qué hacer? Alberto tenía mi número de teléfono y sin duda llamaría al hotel al no encontrarme. Mientras recorría el terminal en su busca pensaba en qué tan difícil me sería salir del país. El Dr. Justiniano había recuperado el maletín, sustrayéndomelo, y resultaba que eran dos los sujetos que respondían a ese nombre: el fiscal que me interrogó y el colega de la Lcda. Peredo, quien me había sido presentado en el karaoke. Había escuchado, también, que el actual poseedor del maletín quería negociar. De algún modo, pensaba, si ya no tenía el maletín, era un hecho que en adelante mi captura sólo podría estar motivada por la necesidad de no dejar testigos.
Llamé al hotel. Efectivamente, Alberto había llamado hacía un rato preguntando por mí y su mensaje fue que me esperaría en el aeropuerto. Sólo me quedaba continuar buscándolo, tarea no del todo asequible pese a las dimensiones relativamente reducidas del terminal. No dejaba de pensar en que mis captores bien pudieron seguirme. Sabía que no necesitaba permiso especial alguno para salir del país y me acerqué al mostrador de mi aerolínea. Era factible cambiar mi pasaje de regreso para el siguiente vuelo a Santiago, al día siguiente en la mañana. Eso era muy tarde. Pregunté por el vuelo más próximo fuera del país. Sólo había uno a Sao Paulo dentro de tres horas. Acaricié esa posibilidad y me aboqué por última vez a buscar a Alberto. Llamé nuevamente al hotel. Supe que un par de policías estaban, en ese momento, preguntando por mí. Me indicaron que le pasarían la bocina a uno de ellos. Quise cortar, pero quedé estático. “Doctor, estamos queriendo hablar con Ud. de parte de la Licenciada Peredo”, dijo uno de ellos; “dice que por favor vaya a visitarla, está internada en Palmasola, ¿sabe llegar?”
Agradecí el mensaje y corté. Pensé que el dependiente del hotel ya habría informado a esos policías que yo me encontraba en el aeropuerto y me inquieté. me acerqué otra vez al mesón de Aerolíneas, preguntando por Alberto. “Su amigo ha estado todo este tiempo esperándolo”, me dijo una guapa aeromoza, “está ahí sentado enfrente”.
Dirigí la mirada en la dirección indicada: un par de mesitas y sillas junto a una máquina expendedora de bebidas. Ahí estaba, efectivamente, Alberto. Bebía un café y parecía distraído, un poco más canoso, bien vestido, barba bien recortada, de gafas oscuras. Sin duda, mi amigo seguía vigente en el mundo a veces brusco de las investigaciones privadas. “¡Alberto!”, le grité.
Alberto se puso de pie, sin mirarme, y sonrió. Comenzó a avanzar entre la gente, directo hacia mí, dando golpecitos con una especie de varilla a cada lado y a cada paso. A medida que avanzaba lo noté con claridad: mi amigo sostenía en su mano derecha un bastón retráctil. Estaba ciego.