martes, 15 de abril de 2008

Cosas que sí me Tenían Dichas (Vacaciones en Cuba 2)


Querría haber empezado esta historia al modo de Onetti: "hace un mes o menos que volví de La Habana; todo fue una rutina, menos el asombro".

Bueno, Onetti nunca estuvo en Cuba (creo), quedándose enredado en Santa María: la falta de musicalidad que imagino en ésta es lo que diferencia ambos mundos. Y no, no quise buscar esta concatenación burda, pero así me salió. Porque si de "Ambos Mundos" hablamos, fuerza hace referirse al hotel habanero en que Hemingway vivió por siete años. Así se sigue llamando el establecimiento y hube de visitarlo, a la rastra de una dulce guía, quien nunca se aplicó a moderar sus encantos, o sea que a su lado casi no se sentía la espera para meter como a setenta turistas en un único ascensor de puerta de corredera para subir a la habitación del insigne escritor. Yo era el N° 69, a juzgar por el penúltimo lugar que ocupé en el ascensor, numeración que sólo me corresponde si efectivamente éramos setenta, se entenderá. El gentumen que así esperaba su turno, compuesto también por otros grupos, producía un barullo constante, poco apropiado para la conversación y menos para el descanso de los huéspedes que intentaban beber su mojito en ese atiborrado foyer. Poco hacía que tuve entre manos "Los Halcones de la Noche", de nuestro escritor Roberto Ampuero, yerno que fue de un rudo fiscal militar cubano que envió al paredón a unos cuantos, y que ante un desencuentro de opiniones con su suegro prefirió emigrar, al creerse pasible de un tirón de orejas ejemplarizador por parte de su pariente; y se nota que la última vez que estuvo en este hotel fue antes de la apertura al turismo de los años noventa, porque sitúa a su detective Cayetano Brulé en el bar del Ambos Mundos, en un ambiente que le permitía obrar con sigilo. Pero nada más inadecuado en la actualidad, en que circulan decenas de personas por minuto ante la barra. Cerca de allí está la Bodeguita del Medio, también frecuentada en su día por Hemingway, convertido ahora en un antro que me recibió repleto de ruidosos y embriagados turistas o marineros alemanes, en el momento en que intenté poner un pie dentro.

La Habana hoy recibe al visitante con precios casi europeos, disponiendo de buenos restaurantes, taxis modernos y cómodos hoteles, todo esto pagadero en pesos convertibles, curiosamente denominados "CUC", algo sí como "cuban unit of currency"; y aunque no está prohibido mezclarse con los naturales, los guías de turismo insisten en que todo debe pagarse en esta moneda, a la que los residentes no tienen acceso. Ahora, si uno se aventura a entrar en los bares y restaurantes para cubanos, es decir, que cobran en moneda nacional, pagará precios irrisorios, pero obteniendo una calidad en consonancia. En fin: que no pude en La Habana encontrar un sitio de calidad aceptable y precio mediano, resultando una simple cerveza mucho más gravosa que en, digamos, Buenos Aires.

Podrán Uds. pensar que estoy muy crítico, por lo que me apresuro a contarles un hallazgo, de esos que uno esperaba encontrar en Cuba: en un café de los de precio ínfimo y repleto de cubanos, intenté entregar una propina a una garzona, que pese a mi fingido desinterés se obstinaba en ser buenamoza (disgrego: esto de juzgar a tantas mujeres cubanas como atractivas era algo que también predije antes de mi viaje); pero ella me indicó con un ademán algo rudo un buzón para las monedas, al tiempo que me aseguraba que en ese establecimiento las propinas se repartían entre todos los compañeros. Sí, era cierto: algunas cosas seguían siendo como me las tenían dichas.

Bueno, sobre la rudeza de algunos ademanes -y sobretodo cuando los exhibe una cubana- me expediré en el próximo y último capítulo. También algo les contaré de Varadero.

Continuará...

martes, 8 de abril de 2008

No Era Como me lo Habían Dicho (Vacaciones en Cuba 1)


Antes de seguir, una noticia: habrán notado que me entretengo y no termino la historia de la Licenciada Peredo. Efectivamente, se me escapa el hilo conductor y yo, aun sin ese cordel, me enredo. Podrán imaginarse lo gorda que estaría la historia si la continuase en tal estado. No. Antes de seguir pondré orden en esa confusión, para no dar chance a eso que creo llaman entropía.
De lo que quería hablarles ahora es, como no, de mis vacaciones. Mis lectores ibéricos recordarán que nuestras vacaciones estivales, acá en el sur, son .... en el estío, pero del sur, de modo que les contaré a continuación de cómo fui a pasar frío en La Habana. Y claro, por tropical que fuese, según yo creía entender, la isla no deja de estar en el hemisferio norte, y si podía estar expuesta a un raro vendaval proviniente del norte, pues justo era que me tocase en suerte. Tuve, entonces, ocasión de noticiarme cómo cuando existe una alta presión en el Golfo de México, se produce una especie de envión de agua (así lo entendí) que se va a estrellar al malecón de La Habana, haciendo subir el nivel del mar dos o tres metros, de modo que las olas reventaban en medio de la calle, en un inquietante pronóstico de lo que podría venir con el gobierno de Raúl.
Bueno, lo primero fue la llegada a la Habana. El aeropuerto era moderno como el que más, con un movimiento reducido que contribuyó a un trámite expedito. No era como me habían dicho. La oficial de inmigración que me atendió era muy buenamoza, pero quedé de veras sorprendido cuando dulcemente y como quién habla del tiempo, me preguntó si "había venido muchas veces". Computé lo más rápido que pude con las dos o tres neuronas que el cigarrilo me ha dejado y atiné a decir algo sin pestañear: "no, es mi primera vez". Todo, mientras de reojo veía titilar una lucecita roja en la camarita que me fotografió por encima de ella. O sea que a esas alturas ya era sospechoso de ser visitante asiduo de la isla, el régimen tenía mi foto y de seguro también mis huellas dactilares. Todo con una sonrisa caribeña que me habría hecho estremecer, de inquietud, si no fuera porque en un momento creí realmente que la oficial me sonreía a mí, Eleuterio, y no al visitante asiduo, aunque luego me tuviese que interrogar en un cuarto espejado o algo así. Todo eso pensé por culpa de las malas recomendaciones que me dieron mis colegas de derecha (o sea, mis colegas), pero al final no me pasó nada. De hecho, nunca nadie más se preocupó de mí, incluso cuando salí del aeropuerto y pasé casi dos horas esperando el bus que me llevaría al Hotel Habana Libre: ni aunque hubiese dicho "muera Fidel" me habrían tomado en cuenta. No era como me habían dicho.
En el estacionamiento del aeropuerto sólo había un par de Ladas 2107 y uno que otro Chevrolet Bel Air de los '50, y al fin acudió a recogerme un modernísimo bus chino, marca Yutong, cuya guía descargó la responsabilidad por el retraso en un complicado entramado funcionarial. Yo no quería meterme a criticar a funcionarios cubanos, sino simplemente quejarme por la demora. No faltaría más. Mi quejita fue amarga y cuando noté que fue correspondida con malas caras, (seguro que por mi insistencia) y creyendo que se trataba de mi segunda situación de riesgo aun antes de llegar al hotel, decidí defender al sistema del siguiente modo: "señora, ya está bien, lo importante es que Ud. y el bus llegaron, ¿no? Eso es lo importante".

Me olvidaba de contarles que llegué a la Habana exactamente tres días después que Raúl fue ungido como presidente, lo que frustró mi antiguo deseo de visitar la isla bajo el gobierno de Fidel. Son las cosas de la vida. Por alguna razón, Cuba me pareció increíblemente parecida a la idea que tenía de ella, por ese raro don como de anticipación, que yo creía tener, pero que según mis jefes se explica por mi pegamiento airrefrenable a la pantalla del computador, devorando noticias en internet aun de las más nimias, lo que me permite estar al tanto de quién es quién y, sobretodo, qué hizo y con quién.

Una cosa que no era como yo pensaba, o mejor, que no era como la propaganda en contra persiste en presentar, era el transporte. Por lo menos el urbano. Y es que la cantidad de buses chinos nuevos en La Habana era tal, que ya se los siquiera el denostado Transantiago: nuevísimos, sin mácula alguna gracias al disciplinaje de la muchedumbre, solía ocurrir que casi siempre tenían asientos libres, lejos de las escenas que hasta un par de años atrás la TV nos mostraba, en que unos graciosos "camellos", aquellos camiones cuyo acoplado estaba convertido en algo así como un bus, avanzaban bufando totalmente atiborrados. Ahora bien, no tuve el atrevimiento de treparme a uno de estos buses, porque lo de la moneda dual es todo un lío, y después de que un policía me impidió entrar a la Heladería Coppelia nunca me quedó claro si era legal o no intentar para un extranjero coger la "guagua": algunas cosas eran como me habían dicho.
Continuará...