jueves, 16 de noviembre de 2006

El Crimen


La Licenciada Peredo era muy conocida en aquel karaoke del Segundo Anillo. Se sentaba a la mesa, luego se levantaba a saludar un par de mesas más alla, brindaba con los dueños, volvía. A cada uno de sus acompañantes nos dedicaba un par de minutos y su sonrisa. Era toda vitalidad y sus cuatro acompañantes sabíamos que, cuando abandonaba la mesa, a su regreso el turno era para otro de nosotros, quien en los próximos dos minutos podía captar totalmente su atención. Como recensión, transcurrido ese breve lapso, la Licenciada sonreía y cambiaba de tema. Nos contaba historias y anécdotas del rubro farmacéutico que, increíblemente, resultaban tener gracia, como la de aquel diputado que entró a comprar un potente fungicida y fue reconocido por todo el mundo, pese a usar anteojos oscuros. Claro, era de noche y fue precisamente eso lo que llamó la atención. Al día siguiente, nos contaba, se especulaba en la primera página de "El Deber" que este diputado padecería una grave enfermedad contagiosa y su asesor de prensa debió achacarle la enfermedad a su suegro quien, al no haber sido consultado y militando en otro partido, y pese a vivir en el exterior, fue contactado por un canal de televisión y se expidió, digamos, con vehemencia en contra de su yerno, lo que obligó a su vez al diputado aludido a acudir a su asesor, nuevamente, esta vez para reconocer su error, dando parte de enfermo e indicando que por prescripción médica descansaría en su finca un par de meses.

La Licenciada intercalaba comentarios a guisa de presentaciones entre sus acompañantes, quienes, me dio la impresión, éramos todos desconocidos entre nosotros. Uno de ellos era su socio y pariente, el Licenciado Peredo; el otro, el Dr. Justiniano, químico-farmacéutico y miembro, al igual que ella, del Directorio de la Asociación Farmacéutica. Por último, un tipo que parecía ser un amigo aventajado de la Licenciada, que se presentó como Dr. Vaca Díez, cirujano plástico.

Cuatro varones, sentados a la mesa presidida y dirigida por la Licenciada Peredo.

En cierto momento comenzó el baile, con orquesta y todo. En una gran mesa del otro extremo había un grupo ruidoso, al parecer de argentinos. Alguno de ellos pidió un tango y aproveché para invitar a la Licenciada a la pista. "Yo no bailo, gracias", me acarició con su sonrisa. Me volví a sentar. Una pareja de aquella gran mesa se lucía bailando, de un modo que parecía profesional. Había poca luz, pero en un instante pude verles el rostro a ambos y me parecieron conocidos. Creí que talvez los pude haber visto en un espectáculo de danza, especialmente a ella y sus ojos, en Buenos Aires o Madrid. No sé. A veces falla la memoria, pero una mirada queda grabada como un tatuaje.

En nuestra mesa avanzaba la alegría y poco a poco noté que la Licenciada me dedicaba más miradas. "Nos vamos" dijo bien pronto, al tiempo que se levantaba. Su socio le ofreció llevarla y yo atiné a despedirme. "No, vos te vas conmigo", me dijo, dando besos volados de despedida a los demás.

Cuatro varones acompañamos, esa noche, a la Licenciada Peredo y sólo yo, esa noche, gocé de sus favores. Con pericia condujo a velocidad sideral, riéndose al cruzar con semáforos en rojo y pasando en frente de unos policías de talante no muy convincente que, a decir, verdad, dudo que nos vieran.

Estacionó, porque no entró, sino que la Licenciada Peredo estacionó directamente en un motel, luego de trasponer la entrada sin reducción de velocidad alguna, francamente con escándalo y, además, con mucho peligro para cualquier peatón que se aventurase en aquel momento por ahí. El estacionamiento, individual, conectaba directamente con una suite en la planta alta, y hasta ahí subimos, yo de la mano de la Licenciada, agitado no sé si por la velocidad de nuestra llegada o por el pronóstico de abundancia que se me ofrecía.



No sin esfuerzo la amé, esa primera noche, aunque con gusto, además de muchas otras noches, en que también la amé intentando que fuese con ternura, pero la Licenciada daba al tacho con mis gestos tiernos y se hacía amar vigorosamente. Pocas veces me besó o se dejó besar; lo suyo era las ganas de vivir con un ardor juvenil inacabable y casi siempre me tocó secundarla en el camino hacia el lecho, siempre dirigido de la mano por ella, incapaz de ajustarme, yo, al ritmo de su iniciativa y de resignarse, ella, al ritmo de la mía.

Aquella noche, acabada la apoteosis, me sumergí en un sueño profundo.
Cuando amanecía, desperezamos con golpes a la puerta. La Licenciada, con toda la iniciativa que siempre la caracterizó, se adelantó, cubierta de su gran bata púrpura y abrió sin más. Yo miraba prudente y púdicamente en un segundo o quizá tercer plano...

-El doctor Vaca Díez está muerto...-, recitó el policía. -Lo siento, Licenciada, queda detenida- completó.

Sobresaltos de un Tasador

No hay esperanzas. El legajo con la apelación a mi salida forzada del Cuerpo Consular se extravió y no hay, me entero, respaldo informático. Habrá que ingeniárselas al modo antiguo. "Más discurre un hambriento que cien letrados" dice un sabio nacional, reconocido por sus máximas que ayudan a enfrentar el frío estival costero. Veremos.
Encontré un empleo. Temporal. Le entregué el departamento en arriendo a una Corredora para quien trabajé un verano, muchos años atrás. En aquel tiempo juzgué oportuno seguir un curso de tasación de inmuebles y ahora, pese a haber olvidado hasta lo elemental, me han pedido que practique un par de tasaciones complejas.
La primera es una gran, gran casa en Lo Curro, con cava de vinos subterránea, escondida en su bosquecillo privado, que me superó; valdría, supongamos, una millonada, y así lo consigné. "Dos millonadas, como mínimo", corrigió el dueño.
Me despedí y caminé once cuadras para tomar transporte público de regreso, pese a que la casa (lo sé porque así lo consigné en el informe) se sitúa en el área urbana de Santiago. Los jardineros y empleadas domésticas que a esa misma hora estaban de salida fueron mis compañeros de viaje y me resigné a disfrutar de la selección melódica del chofer, que nos regaló cumbias y baladas (así les llaman).
La segunda es una casona donde funciona una pequeña clínica siquiátrica, cerca de Plaza Ñuñoa. Me recibió el Director y me condujo a la Sala de Espejos. Saludé a algunos médicos y enfermeros y trabamos amena charla sobre distintas clases de cigarrillos (de entrada uno de ellos me pidió que le convidase, pero ya no fumo; me extrañó la petición, tratándose de un establecimiento de esta clase).
-¿Quién autorizó esto?- irrumpió con acritud un sujeto que parecía embelesado con su propio porte y cargo.
Desconcertado, pregunté con la mirada a mis contertulios si se trataba de un paciente suelto, pero todos se pusieron de pie y salieron en silencio. Momentos después entró quien yo creía el Director y el Embelesado lo recriminó, le espetó que su condición de ayudante es un privilegio y que no se extralimite; de lo contrario, no se le permitirá la entrada al sector de oficinas, debiendo permanecer para siempre en el pabellón. "Para siempre", le repitió, clavándole el pulgar en el pecho.
Por supuesto me presenté y el Embelesado, ahora devenido en malagestado, me indicó rápidamente la disposición general del inmueble, mostrándome un plano fijado a una pared; "lo dejo, para que trabaje tranquilo", arguyó.
Estuve un par de horas en el recinto y volví a cruzarme con algunos de los supuestos médicos y enfermeros, pero escondieron la mirada. Conservaba la casona rasgos de un esplendor añejo: puertas de roble, pasamanería de bronce y fierro forjado, especialmente hermosa me pareció la escalera que conducía del hall a la oficina del Director. En fin, terminé mi trabajo y me dispuse a irme.
A la salida me encontré con un guardia distinto del que me recibió; supuse que se produjo un cambio de turno. "Adiós", le dije, caminando resueltamente hacia la puerta.
-Epa-, me dijo el tipo, con uniforme y sombrero estilo guardabosques del Oso Yogui; -a qué hora lo vienen a recoger?-
-Qué recoger ni que nada, me voy solo- respondí ridículamente.
-Aquí ningún interno se manda solo- me dijo.
-Soy el tasador y me voy ahora- dije mientras sacudía vigorosamente una puerta de reja que me separaba del portal, cuyo estruendo me devolvió, si cabe la expresión, una imagen poco digna de mi persona.
El Embelesado, atraído por la algazara, zanjó así la discusión con toda amabilidad: "mire, muéstreme su credencial y se va".
Iba a contestarle que por qué no se iba mejor al regazo de su madre, aunque preferí explicarle que, circunstancialmente, en esa ocasión no portaba credencial alguna. Mis compañeros de charla, los supuestos médicos y enfermeros, terciaron en la discusión y me apoyaron con decisión y, se diría, hasta con bravura, desde que empezaron a arrojarle almohadas y otros objetos un poco más contundentes al Embelesado, quien optó por refugiarse tras el guardabosques. En ese momento se bajó de un taxi un gordo de aspecto simpático, de traje y corbata roja, con nariz al tono. Todos callaron: este sí parecía ser el que manda. Sacó gran llavero, escogió con lentitud las tres llaves necesarias y abrió la reja. Entró, volvió a cerrar, miró los destrozos y dirigió una mirada reprobatoria al Embelesado. Comenzó a subir por la escalera.
El gordo se asía firmemente del pasamanos de bronce y aspiró con dificultad. Subió unos peldaños más y se volteó.
-No los puedo dejar solos ni un rato- regañó.

domingo, 12 de noviembre de 2006

La Licenciada Peredo

En estos trances uno siempre confía en la Providencia. Mi apelación en que pido se revoque mi expulsión del servicio consular aún no ha sido resuelta y, sin embargo, he puesto en alquiler mi departamento, ante la inminencia (así quiero creer) de una nueva destinación, que creo merecida, aunque por ahora resulte un poco esquiva... o talvez mi futuro laboral esté ligado al negocio que me ofrece el Licenciado. Bueno, ya veremos.
Por ahora, debo contarles quién fue la Licenciada Peredo.
Decíamos que cuando llegué al hotel, me encontré con un mensaje de la Licenciada, invitándome a un conocido karaoke del Segundo Anillo. Nos conocimos en el avión de Santiago a Santa Cruz. Ella venía de hacer compras para la cadena de farmacias familiar en laboratorios de Santiago, que son filiales de laboratorios brasileños o mexicanos, que a su vez responden a grandes conglomerados de ignota ubicación. Mi hija me dice que así es la globalización. Bueno. Lo cierto es que la inmensa grupa de la Licenciada ocupaba, además de su asiento, un tercio del mío. Esto me produjo durante todo el viaje una leve molestia, matizada o francamente opuesta a la agitación que su cercanía inevitable me provocaba. Pensé en un momento que sus grandes dimensiones obedecían a alguna causa mórbida, mas pronto despejé la duda cuando, preso de la impaciencia, decidí averiguar de algún modo si el tono muscular de sus posaderas daba cuenta de una rigidez comparable a la que su contacto obligado me provocaba. Pues ocurrió que ella, al dormirse, se arrimó aún más a mi por entonces atlético cuerpo, de modo que, obrando en consonancia, dejé (ella diría, luego, que puse) mi mano sobre mi asiento, pero en franco curso de colisión con sus asentaderas que con voracidad se iban apoderando de cada centímetro de mi sitial. Hasta que el momento llegó. Triunfal y cumplidamente, mi mano quedó como sosteniendo su maciza humanidad que, oh paradoja, surcaba leve en ese instante los cielos del altiplano, tal vez sobrevolando el Uyuni. Actué como una mezcla entre Atlas y Dionisio y pude entonces comprobar cómo no había en aquella porción de su fondillo la más mínima blandura o debilitamiento. No. Era todo de una fibrosidad sorprendente, un paraíso de abundancia y firmeza de carnes como no había conocido. “Es el clima tropical” me explicó, sin más, cuando despertó, sabedora del tenor y objeto de mis averiguaciones, mientras me pasaba su tarjeta y se unía a un grupo de dos o tres amigas para descender juntas del avión, al término del viaje.
Al día siguiente la llamé, sin encontrarla. Pasaron algunos días y, casi olvidado el episodio (mentiría si dijera simplemente “olvidado”), recibí su mensaje al retorno de la visita al predio de Gonzalino.
Un rápido duchazo, perfume, taxi y ahí estaba, frente a un local polifuncional: banco y cervecería en la planta baja y gran karaoke en toda la planta alta.
La Licenciada Peredo, de pie en un bien montado escenario, sólo me miró condescendiente, sin dejar de cantar “Ay, Jalisco, no te Rajes”, con una vitalidad que se constituyó en, otra vez, motivo de sorpresa, mientras giraba hacia otro sector del local donde no pocos asistentes la escuchaban con franca atención.
Con un cerrado aplauso concluyó su interpretación y vino a mi encuentro, resuelta y con gracia. Me saludó afectuosa aunque rápidamente y me llevó de su mano a una mesa cercana. Era, sin duda, grande y resuelta; y aquella noche estaba hermosa.
Cuatro varones y ninguna otra mujer acompañábamos, aquella noche, a la Licenciada Peredo, grande, resuelta y hermosa, en ese conocido karaoke del Segundo Anillo.
(continuará).

lunes, 6 de noviembre de 2006

Palabra(s) del Editor

Anoche encaré a mi editor por dejarme mudo tantos días. No me contestó. Le pedí que por lo menos me entregara una frase, algo para publicar, pero estaba muy ocupado con una chica. Por fin, con gesto huraño y sin mirarme me pasó un papelito que dice así:

"GUÍA PARA LA DETECCIÓN TARDÍA DE CRISIS

Casi todos los grandes poetas murieron antes de los cuarenta años.
Mi futuro: quiero escribir novelas y ya cumplí cuarenta y dos."

Cuando se iba, le pregunté cuándo publicaría; "cuándo publicamos", fueron mis palabras exactas, mientras era arrastrado al interior del ascensor por su acompañante. Se encogió de hombros y cuando las puertas se cerraban dijo, talvez a modo de respuesta: "
mañana".

miércoles, 1 de noviembre de 2006

Un Fiducio

No consigo todavía una audiencia con mis superiores; simplemente me mandan a decir que el consulado en Zamboanga no va más, que con lo de Cadina casi meto al gobierno en un problema y que no quieren verme.
Analizo las posibilidades. Mis pocos caudales quedaron en un banco filipino, con el que no consigo comunicarme. Repaso la carta del Licenciado. Me cuenta que es representante en Bolivia de una compañía internacional de certificación de calidad, que tiene sede en Santiago. Telefoneo y me lo confirman. Me ofrece, inmerecidamente, encargarme del área de turismo de su empresa, “todo lo que tienes que hacer es viajar por Bolivia y les vas poniendo calificaciones a los hoteles, a las empresas de transporte, a los servicios públicos. Yo estoy en la Gerencia General y no estoy teniendo tiempo para eso, hermano. Necesito alguien de confianza y, sabiendo de tu don de gentes, creo que eres la persona indicada para el cargo”.
Repaso muchas veces la carta, sin decidirme. No dejo de pensar en los dislates de mi amigo, tan inapto para los negocios como yo, aunque, eso sí, harto más audaz. Recordé cómo se hizo socio del colla Gonzalino, sin poner un puto peso de capital. Esa historia continúa así:
Volvimos del campo ya de noche y tuve mi primer disgusto con el Licenciado. Un poco bebido, el licen zigzagueaba de una manera perfecta, lo justo para eludir sin proponérselo los tremendos baches de aquella carretera. Antes de llegar al puente sobre el Río Grande, abundó en argumentos que explicaban por qué su asociación con el colla estaba destinada a convertirlo en un hombe rico.
-Es cuestión de raza, hermano –empezó-. Gonzalino es buena persona, pero hay que ayudarlo, para eso estamos; ya te hablaré de lo que podemos hacer con él y los informáticos. Hay negocios interesantes. Hay que ayudarlo porque él solo no puede, está trabajando con dirigentes originarios que le han echado un ojo a su propiedad. Por suerte acá tenemos también gente de otra formación, personas capaces. Porque tú te fijas, por ejemplo, que en Argentina, la verdad, es que no hay gente inteligente. Son muchos; pero, dime tú, ¿hay algún argentino que se destaque?
-Bueno, está Borges, Cortázar, Sába...
-Pero esos son escritores, hermano -
interrumpió-. Yo te hablo de PENSADORES. Por ejemplo, acá tenemos al Dr. Plinio Correa, que dice cosas muy interesantes, fíjate que él aclara por qué no se puede confiar todavía en los indios...
-Mire, Licenciado. Para empezar, Plínio Correia es brasileño (vivía entonces) y no está muy acreditado como pensador; ¿acaso tiene Ud. familia y propiedad?
-No te entiendo, hermano.
-Bueno, sabrá Ud. que don Plínio creó Fiducia y para ellos es pecado mortal abrirles los ojos a los campesinos, porque pierden su ingenuidad, su pureza original, y terminan alzándose contra su patrón, quien tiene el poder de gobernarlos por mandato divino.
-Fíjate que no lo había pensado así, tan claramente –
dijo-; vaya si ese cabrón es realmente un pensador, ¿no?
-Bueno, licen; para abrazar ese ideario Ud. debe tener, a lo menos, una tradición que defender, familia y propiedad; y, según creo, su familia está en Francia y la única propiedad que hay acá es la de Gonzalino, no vi la inversión de la que Ud. hablaba...
-¿Tú que te crees? –
pareció enfurecerse-. Para que sepas, yo estoy ABRIENDO MERCADOS, para que no sólo se beneficie Gonzalino, sino todos los soyeros del Departamento, y eso me hace un revolucionario, hermano, aunque por ahora no esté trayendo inversión directa, pero eso no es lo importante; le pego un telefonazo a cualquiera de mis amigos banqueros de la Fraternidad y me prestan lo que quiera, pero eso no es lo importante, te insisto. La plata fresca ya vendrá, en su debido momento. Pero te contesto algo que no puedo dejar pasar. Acá tenemos TRADICIÓN, ¿sabes lo que es eso? Es increíble pensar que la tradición hispánica se mantiene en Cochabamba, invariable. Por eso es que hemos sobrevivido pese a la mayoría de indios, no como en Argentina que aunque casi no les queda población autóctona, tienen tanto italiano...
A estas alturas, la conversación del Licenciado zigzagueaba de un modo comparable a su manera de conducir; entraba y salía del asfalto, tocaba y dejaba los temas que le interesaban, el peronismo, Franco, la grandeza hispánica frente a los pueblos originarios y a los italianos, etc.
-Oiga licen –lo interrumpí-, ¿no le parece que no están los tiempos para sostener o siquiera decir eso? Con esas ideas... ¿cómo se mantiene, o se mantenía, en el cuerpo docente de la Universidad de Nanterre?
-Mira, hermano. Uno sólo se da cuenta de estas cosas cuando las vive. Yo no voy a ir a decir esto en Francia, porque me meten preso, o cuando menos me quedo sin empleo, aunque tampoco me interesa, por el momento, retomar actividades académicas tan mal pagadas... pero fíjate tú lo inteligentes que somos, porque esto también te toca, aunque en Chile tienen menos indios, afortunadamente... te decía que ahí tienes el ejemplo de Séneca, el Español, nacido en España sólo sesenta años después de la conquista de Hispania y, sin embargo, escribió toda su obra en latín, alcanzando de inmediato la cumbre en esa lengua; en cambio estos indios, llevamos quinientos años y todavía no hablan castellano, ya ves... te lo digo: la supremacía hispánica es lo que va a salvar a Bolivia...
-Licenciado, si la memoria no me falla, ese Séneca era hijo de un romano, nacido en Roma, valga la precisión. Es obvio que el latín lo aprendió en casa.
-Esas son tonterías, lo importante es que Séneca el Español es el primer gran escritor español, y debemos estar todos orgullosos, yo por lo menos lo estoy y siento que formo parte de ese linaje, hermano, y me da mucha pena que tú no lo sientas así, te lo digo, si no sabes de dónde vienes..., ehh... ¿cómo sigue el refrán?
-Complételo a su gusto
-dije-. Por ejemplo, “el que no sabe de dónde viene, llega igualmente a alguna parte”; pero dígame, ¿y sobre qué escribió este antepasado suyo?
-Este... hermano, no me jodas...
–dijo molesto-. Yo te estoy hablando de algo serio y me desenfocas del tema... el jodido español escribió, y en latín, y eso es lo que importa.... allá tú con tus indios, a ver si llegas a alguna parte con tus cojudeces...
No hablamos el resto del camino. El Licenciado me dejó en mi hotel y me encuentro con un mensaje de la licenciada Peredo. Me espera, dice el papelito, en un conocido karaoke del Segundo Anillo.
(Continuará).

Explico Algunas Cosas ... y también pregunto


Ante las insistentes consultas, quedo obligado a aclarar:
1. No me he apropiado de la foto de Fernando Pessoa; él es sólo uno de mis heterónimos.
2. No es casual la semejanza entre lo que escribo y el estilo de Bryce Echenique: es una imitación deliberada.
3. Entre ires y venires, se me quedó la memoria en algún papel que acabó en el tacho. Tengo que meter varios datos en un currículum y el tiempo apremia; así que pregunto (en realidad la consulta es de mi editor, quien prefiere no aparecer): ¿qué edad me corresponde? Es importante definir este punto, para lo que viene.

Quedo a la espera de vuestra opinión.