domingo, 10 de diciembre de 2006

El Maletín











Sólo el recuerdo de las peripecias en que me envolvió el asesinato del Dr. Vaca Díez logra sacarme de mi preocupación actual: como ya saben, di en arriendo mi departamento; pero, como era de suponer, no hay novedad alguna con mi regreso a Zamboanga o con alguna nueva destinación. Ahora bien, pasados todos estos años, resultará evidente para ustedes que zafé del asunto de la desaparición del Dr. Vaca Díez, en aquella ocasión, y que, en esa ocasión, pude retomar a tiempo mi puesto en Filipinas, antes que se declarase su vacancia; y si entonces pude, pienso: ¿por qué ahora no puedo reasumir mi puesto, si no hay, siquiera, un cadáver de por medio?
Fueron más de dos, varios más de dos, los whiskys que me invitó el Licenciado Adulón, pagados por él esta vez. Dudaba si contarle o no de mis preocupaciones, pues entonces no era, ni aún lo es, de mi absoluta confianza. Cómo decirlo: es leal, pero se distrae fácilmente. Esa noche, en el bar de Los Tajibos, se largó con un discurso sobre la amistad, los negocios y sus dificultades, de cómo más importante que tener plata (y en esto ponía mucho énfasis) es tener amigos; y él me consideraba su amigo en todo sentido. Así siguió discurseando y asentía, yo, mientras empezaba a sonreírle a una rubia delgada y a la vez untuosa, pasada por lo andino, como diría una amiga, que sentada en la mesa contigua me coqueteaba abiertamente, tan graciosa, con su vestido turquesa de raso, con ropa interior asomante, al tono. Estaba acompañada de un hombre que era su hermano, me dijo, de visita en Santa Cruz. No supe si eran sus curvas o el whisky, pero me embriagué con resolución. Bailamos, creo, y nos reímos, afirmo, y malamente recuerdo que montamos ella y yo, sin su hermano, en el 4x4 del Licenciado, quien también estaba acompañado por otra chica, parece, que no sé de dónde salió, aseguro. Pese a que intento un riguroso recuento de los hechos, sólo recuerdo o imagino unos besos y caricias algo gruesas.
Aquella noche, ya de madrugada, fui devuelto, me parece, como una imagen milagrera a mi hotel; esto es, en andas, que por mis propios medios no era capaz, sigo queriendo recordar, de actividad locomotora alguna.
El teléfono sóno un par de veces y, pese al yunque que creí tener sobe el cráneo, contesté, recordando de súbito mi situación policial. Era el fiscal. Enviaría por mí en media hora para "conversar", pidiéndome que reconociera algunas pertenencias del Dr. Vaca Díez. "Yo apenas lo conocí", intenté, pero el fiscal cortó. Colgué el tubo del teléfono y entonces vi el cenicero con colillas manchadas de lápiz labial... ¡el maletín!
Me incorporé y ni caso hice al dolor de cabeza. Bajo la cama, en el baño, no estaba. En el closet. En el frigobar. Fue inútil. Recordé el auto de la Licenciada. Aunque improbable, revisé la posibilidad de que lo hubiese guardado de nuevo en la baulera. Había dejado el auto, el día anterior, en el estacionamiento de mi hotel. Bajé. La baulera estaba forzada, la cerradura destrozada. No estaba, obviamente, el maletín. No me atreví a preguntar al personal del hotel. Me atreví, apenas, a asomarme a la calle. Los policías que la noche anterior aún estaban, cuando salimos con el Licenciado Adulón, ahora no estaban. En cambio, estaba otro vehículo policial, a bocajarro.

-Dr. Gálvez, vengo a recogerlo-. Era el mismo policía que me había entregado el día anterior el papel de parte de la Licenciada. No venía solo. Lo acompañaba un tipo vestido de civil, de llamativa casaca amarilla, que no me miró ni habló en todo el viaje.

El fiscal, apellidado Justiniano, me recibió sin levantarse. Observaba unas fotos de un cadáver semidesnudo. Se demoró. Yo seguía de pie. Sólo al rato me las alcanzó. Eran del Dr. Vaca Díez.

-Tiene heridas cortopunzantes. Este escalpelo estaba junto al cuerpo- dijo. Me mostró un utensilio reluciente, con manchas color sangre seca. -El forense dice que con esto lo ultimaron. Parece que pertenecía al occiso, pero no hemos encontrado su maletín, ¿qué le parece?

Asentí, no sé por qué.

-Usted es amigo de la Licenciada Peredo, ¿verdad? Entiendo que la noche del homicidio se fueron juntos del karaoke- continuó, mientras revisaba otros papeles.

-Sí, somos amigos, aunque desde hace muy poco, pero ahora somos...- deploré mi ocurrencia al mismo tiempo que la pronunciaba y me detuve.

-Lo escucho, Dr.

-Bueno, ahora somos... sí..., amigos.

-Ah, muy bien. ¿Quién cree Ud. que pudo querer matar al Dr. Vaca Díez?

-No tengo la menor idea, la verdad, sólo lo conocí aquella noche y sé que era cirujano plástico.

El fiscal levantó la vista.

-¿Cirujano plástico? El Dr. Vaca Díez era oftalmólogo. Un conocido oftalmólogo.

-No sé... yo conversé con él y me comentó que lo suyo eran los implantes mamarios- el fiscal me miraba entre divertido e incrédulo.

Pasó un rato, corto pero demasiado largo para quien está de pie, con una foto de un cadáver en la mano, en suelo extranjero, intentando sostener la mirada de un fiscal, sentado, quien sostiene, en su mano, un escalpelo tan directamente conectado con el sujeto cuyo retrato ensangrentado yo sostenía en la mía. Finalmente sonó su celular y el tipo salió para contestar. Largo rato después, vino el policía que me había traído, me informó que podía irme y ofreció llevarme de vuelta al hotel.

-No, muchas gracias- dije mientras avanzaba hacia la calle, recordando que debía recoger a Alberto en el aeropuerto, donde no quería llegar con custodios uniformados.

-Insisto, Doctor. Yo soy responsable por Ud.- dijo el policía.
No tuve opción. Me invitó a subir a un auto blanco, con las ventanas polarizadas. No parecía un vehículo policial. Me senté en el asiento trasero y entonces vi al tipo de la casaca amarilla en el asiento del copiloto. Sendos policías entraron, por cada una de las puertas traseras, con deliberada brusquedad y quedé en medio de ambos. El auto partió y enfilamos por una polvorienta avenida, en una zona poco transitada, de galpones y sitios eriazos. Muy pronto se detuvo. Entonces el tipo de la casaca se volteó.

-Ahora vamos a conversar- dijo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Y sigues vivo, Cónsul?
No fue tan terrible, entonces. Me tranquilizo: así puedo esperar la siguiente entrega con menor inquietud, a pesar de tu costumbre de dejar el relato suspendido en los momentos más terroríficos.
En fin: quedo a merced de tus tiempos libres, cual entretenida cibernética.
Un beso.

Anónimo dijo...

Cónsul: ya ve, es bueno acordarse del presente. Agoniza su destinación diplomática y, en una de esas deberá aguzar el aparato discurridor, ya que las rentas inmobiliarias son, por definición, una auténtica lotería.
Paso de comentar sus andanzas en el Oriente, solamente me solazo con ellas.
Siga haciéndose hombre, Cónsul.
Solís

Anónimo dijo...

Egregio Maestro: Como habrá podido notar, me he agenciado un puesto en reemplazo de Heberto Donoso en la edición de los escritos del cínico Solís, quien lo ha recibido de mal modo, pero resignado. Desde ese estrado buscaré los mejores modos de encontrar un incau... perdón, un patrocinador para, finalmente, obtener mi licencia de cónsul.
Ojalá pueda Ud. activarse en el comentario.
Su sincre amigo y admirador
Oliveira