miércoles, 18 de octubre de 2006

Debate de actualidad: ¿quién debe asumir el lasto necesario para asumir el cargo de cónsul?

He recibido la siguiente carta, de un aspirante a colega. Creo que servirá para iniciar un interesante debate acerca del tópico que nos ocupa:

"Desconocido pero entrañable señor Gálvez: He leído con no poca algarabía sus escritos en este medio, dando cuenta de sus aventuras y desventuras a causa del servicio diplomático en las Filipinas, país que no tengo el gusto de conocer, pero que imagino exótico, de acuerdo con su versión y con otras que he tenido a la vista y que luego se las comentaré. De sus palabras puedo colegir el placer que le reporta el trabajo del servicio exterior, cuestión que no me llama enormemente la atención dado el hecho que, por extrañas coincidencias, tanto vuestra vida como la mía han estado marcadas por el mencionado sino.

En efecto Eleuterio ( dispénseme el rapto de confianza), mi abuelo Eugenio sirvió en la embajada chilena en Río de Janeiro entre los años 1942 y 1944, siendo a la sazón embajador don Gabriel González Videla. El suyo (de mi abuelo, se entiende) fue un cargo del menor rango, no obstante, su estadía en la mencionada le sirvió para granjearse la amistad tanto del ya señalado embajador como de tantos otros correligionarios de aquel tiempo, cuestión que por aquellos años era trofeo tan preciado como la posesión de valores inmobiliarios. Y así fue que, de vuelta al país, a mi abuelo le fue encomendada la patriótica (si se permite el eufemismo) misión de colectar fondos con el objeto de erigir algunos de los tantos monumentos a la memoria de don Pedro Aguirre Cerda. Preferiría omitir detalles sobre las resultas del particular encargo entregado a mi abuelo, pero lo cierto es que hacia 1947, y de acuerdo a lo que refiere mi padre, Tolentino, la familia hubo de partir a otra misión diplomática, ahora en Bélgica, ahora sí con mi abuelo ostentando un cargo algo más elevado, mas no de carrera, como así él lo deseaba y deseó hasta el día de su deceso, ocurrido en Bucarest por el año 1971. Pero bueno, para qué marearlo con tanto dato ilustrativo (aunque sospecho que usted no le hace el quite a lo particular sobre lo general), si al fin y al cabo lo que pretendía explicarle era que así como su vida ( la suya Eleuterio), la mía ha estado marcada por una especie de determinismo, si me vuelve a permitir, ahora el neologismo; proto-diplomático.

Largos años transcurrieron para mi abuelo en dicha destinación, tantos como para que el olvido cubriera con polvo (y en algunos casos con mera tierra de camposanto) su permanencia en aquellas latitudes. Lo cierto es que cierta mañana de 1960, algún funcionario de menor orden del Ministerio de Relaciones Exteriores en Santiago descubrió que un tal Eugenio Oliveira Salazar recibía mensual y religiosamente su remuneración como cónsul adjunto en el Principado de Limburgo. Para entonces, mi abuelo había enviudado y vuelto a casar con belga (lo que se prestaba para bromas de dudoso gusto) y mi padre (N. de la R: debe decir "mi abuelo") ya había enviado a su hijo (mi padre) de vuelta a Chile para que cursara sus estudios superiores y, por sobre todo, para que le permitiera disfrutar de su belga a sus anchas.

Insisto en intentar resumir la historia y llegar al punto en que vuestra vida y la mía se entrecruzan o, más bien, se relacionan de manera tangencial o perpendicular, vaya a saber usted. El caso es que el abuelo Eugenio fue licenciado del servicio exterior sin ninguna pompa y con escasa circunstancia; y con el objeto de cubrir con olvido el gazapo cancilleril, se le otorgó un dudoso rango de cónsul honorario de la República de Chile en la ciudad de Weert, lugar en donde depositó sus huesos hasta que la muerte lo sorprendió en Rumania, en uno de sus viajes como geronte subsidiado por el estado holandés. Desde mucho antes de su muerte, mi padre y yo sólo recibíamos noticias cada tanto respecto del estado del vejete que, aún a sus años, se daba maña para sacarle lustre a la belga, (no se permite el chiste, evite la vulgaridad) bastantes años menor que él. Es a causa del deceso de mi abuelo que el azar nos une en estos trances diplomáticos mi querido Eleuterio (dispénseme nuevamente el arrebato de confianza). Y tal es así que, en circunstancias de la vacancia del consulado en la ciudad de Weert, fue la comunidad en pleno (las fuerzas vivas de la ciudad dirían algunos) quien solicitó al gobierno de Chile el nombramiento de otro cónsul honorario, sugiriendo que, de ser posible, se nombrara al hijo de don Eugenio Oliveira.

El año 1972, en Mayo, Tolentino, mi padre, asumió en pleno el cargo, sin conocer la ciudad, y sin hablar un bendito carajo de holandés, flamenco o limburgués. Vivió sólo, durante ocho años hasta que mi madre, aburrida de ser la esposa de un representante consular minúsculo, que le enviaba cada tanto una ridícula suma para su manutención, olvidó su orgullo y se despachó rumbo a Europa con tan sólo algunos bártulos y mis dos hermanos menores, dejando a este servidor a merced de las vicisitudes y estragos que causan las circunstancias de ser un cero a la izquierda (lo reconozco, soy un inútil empedernido) estudiando una carrera de pronóstico reservado como era a la sazón la Licenciatura en Historia. Lo dramático mi amigo Gálvez (ídem, íbidem) es que, transcurridos los años y puesto en el trance de la nada lamentable muerte de mi progenitor (en esencia era un caradura que falleció de un infarto mientras se solazaba con su secretaria Nadia en el despacho del consulado), he sido llamado, esta vez por el Alcalde de la ciudad de Weert, a llenar el cargo dejado por mi padre, eso sí, con el traslado con cargo a mi fortuna, que de momento (y en todos los momentos) es tan exigua que escasamente podría llegar hasta La Ligua.

Como puede ver mi queridísimo amigo, la situación es particularmente ridícula y se entronca con su historia como la prolongación de un sino al que es imposible resistir, pero que, por las circunstancias actuales (y las de ayer y las de hace un año o más) me es improbable su cumplimiento, al menos de forma tempestiva. Así como usted se ve envuelto en avatares de insospechadas consecuencias a causa de su condición hereditaria, yo me hallo en el trance de recibir una oferta para cumplir con mi designio vital, pero impedido de darle curso al oráculo. Por eso, a veces consulto el i- ching.

Finalmente mi amigo (ya no pido excusas por el exabrupto de solicitar su amistad, como puede ver), y dada su experiencia en la diplomacia, quisiera formularle una pregunta: ¿Será razonable solicitarle al Estado holandés que a cambio de la representación consular chilena en Weert, me otorgaran una de ellos, en calidad de honorario por cierto, en la ciudad de Papudo, que es donde ahora resido?

Agradecido espero y emocionado lo abrazo
Fernando Oliveira

PD: Mis referencias acerca de Zamboanga vienen de parte de un queridísimo amigo, Raúl Figueroa (el chico Figueroa) quien residió por unos 5 años en Recodo, a unos 15 kilómetros de la mencionada. Cuando le pregunté si conoció a algún chileno en Zamboanga, cambió de conversación y me relató acerca de un viaje a Malawi, tan de moda en estos días.

PPD: Por otras coincidencias, el ya señalado Figueroa me indicó que sí conoció a un tal Efraim en Kingston, pero, a contrario de lo que sostiene en el texto leído, este Efraim era un reconocido contrabandista de marihuana y ferviente consumidor de cannabis índica. Cuando inquirí más detalles, Figueroa sólo apuntó que el tal Efraim se podía ir, cuando lo quisiera, a la mismísma raíz cuadrada de la madre que lo parió. Literal".

1 comentario:

Eulalia dijo...

No entro en el debate: ni me atrevería a emitir un juicio, dado que mis escasos conocimientos sobre el tema (sólo he conocido un cónsul honorario en toda mi vida) poco pueden aportar.
Sólo comentarle que no me parece adecuado que un señor que le escribe para pedirle consejo se tome tantas confianzas.
Yo no pienso tutearle hasta que me de su permiso.
No obstante, otro beso.