domingo, 17 de diciembre de 2006

Mi Amigo el Policía

El auto era pequeño. Las ventanas eran tan oscuras que, con seguridad, nadie nos veía desde el exterior. Nadie, tampoco, se aventuraba por ahí, salvo algunos campesinos que esporádicamente pasaban, un par de ellos portando pancartas, dirigiéndose, al parecer, a una concentración en el Parque Urbano.

El tipo de la casaca amarilla era, sin duda, el jefe. Rubicundo y de acento camba, no era ni necesitó nunca ser policía. Los demás, meros ganapanes de uniforme, más bien collas.

-Queremos el maletín- fue todo lo que dijo.

-No lo tengo, me lo han robado- respondí.

-Por última vez: ¿dónde está el maletín?- repitió.

Cuando se está entre dos tipos, en el asiento trasero de un auto, la propia vulnerabilidad alcanza grado sumo. Lo aprendí aquella vez, cuando contesté:

-Ya dije que no lo tengo. Alguien me lo sustrajo anoche.

El jefe me dio un golpe de puño, mientras mis dos acompañantes me sujetaban de los brazos y comenzaron a darme codazos aleves, hasta que uno de ellos terminó apoyando el caño de un arma en mi costado.

-Por favor... créanme-, alcancé a decir, con el clásico sangrado de narices que a uno lo aqueja en estos casos.

La montonera de golpes sólo igualó en intensidad a la de improperios. Mis quejidos y ruegos, en cambio, sólo eran notas decorativas, agudas campanillas en el tráfago de sonidos sordos y feroces.

-Doctor, es mejor que hable- intervino el policía al volante. –No es bueno para su salud, ni tampoco para la nuestra, que todos tenemos familia y después uno llega a casa tenso y enojado por estas dificultades. Aliviánenos la carga y ayúdenos a hacer patria. Ya le dije: yo soy responsable por Usted.

En ese instante llamaron al celular del jefe. El tono de llamada era plácido, de un bibliotecario que desea no molestar a los lectores cuando lo llama su madre. El tipo contestó de inmediato. Dijo un par de frases y cortó.

-Tienen el maletín. Quieren negociar.- dijo.

-¿Estás seguro?- preguntó el policía.

-Sí. Es el Dr. Justiniano. Dice que lo recuperó mientras este tipo -me indicó con un ademán-
salió a emborracharse anoche.
Oí un click, como de bala pasada y dispuse mentalmente de mis últimos segundos de vida.

-No, dentro del auto no, luego no hay cómo sacar los restos de pólvora. No le demos argumentos al Dr. Justiniano. Sáquenlo.- dijo el jefe.

Mis dos acompañantes me invitaron a descender del vehículo.

-Déjenlo que corra y le dan.- agregó el mandamás cuando ya habíamos descendido. Cada uno de mis custodios me sostenía de un brazo. Pasaba entonces un par de campesinos. Un camión cargado de gente rumbo a la concentración se detuvo a pocos metros de nosotros para recogerlos.

Entonces, decidí hacer algo, no sabía exactamente qué o, más bien, cómo. Debía golpear a uno de mis custodios. Lo hice. El otro desenfundó con la mano libre y escuché un disparo, no supe de quién. Me zafé y corrí. A los pocos pasos tropecé. Los campesinos se alarmaron y, tras el primer estupor, se abalanzaron contra mis custodios, juzgándome, como era obvio,
el más débil. Así funcionan las masas, habría pensado, si hubiese sido un tranquilo espectador, pero mis urgencias eran otras. Me puse de pie y seguí corriendo. Escuché ruido de parabrisas trizados y de puntapiés hundiendo carrocerías, junto a varios disparos. Media cuadra más adelante, volteé y vi cómo el auto de mis captores retrocedía a toda velocidad, mientras uno de sus ocupantes arrojaba una bomba de humo. Corrí otro poco, con la abierta resolución de salir del país de inmediato. Ya podría explicarle todo a mi amigo Alberto, que en ese instante estaría arribando desde Buenos Aires. Estaba agitado. Encontré un taxi.

-Al aeropuerto Viru Viru.- pedí al chofer.


6 comentarios:

Anónimo dijo...

Que lo parió.... la verdad cónsul es que no lo veó en esos trances, con esa compostura tan propia de los rangos diplomáticos que usted posee.
Lo suyo fue grave y sólo se explica por la exagerada secreción de testosterona. Ya ve, tanto Cadina como la Licenciada lo llevaron a la perdición, en el sentido estricto.
Cuídese del género, Cónsul, en una de esas termina muerto o, lo que es peor, con sus gónadas seccionadas.

Eleuterio Gálvez, el cónsul temerario dijo...

Sr. Solís:
Todo indicaría que sobreviví a aquellos trances, aunque el grado de integridad en que pude conservarme es materia de próximos capítulos.
Coincido con Ud. en que es algo impropio de un miembro del servicio consular enredarse en los asuntos de la carne y, por lo mismo, desistí en aquella ocasión de recabar ayuda de mi colega sito en Santa Cruz. Intentaba, ya se verá si se pudo o no, salir de ello incólume y sin escándalo, como quien llega corriendo a una cita en local calefaccionado e intenta controlar el sudor, sonriendo amablemente e intentando al tiempo respirar lento y profundo. Ya veremos si resulta necesario sacarse la chaqueta, o si es posible aguantar el sofocón sin llamar la atención.
Le saluda,
Eleuterio Gálvez.

Eulalia dijo...

Yo creo que ustedes no tienen razón: más propio es de cónsules y demás diplomáticos verse en esas que de camareros de bar o de fontaneros.

En cualquier caso, me quedo con la frase del conductor, explicando por qué para ellos tampoco el trance era bueno.

Ah, y enhorabuena por llegar al lector nº 1.000.

Un beso.

Eleuterio Gálvez, el cónsul temerario dijo...

Queridísima Eulalia:
Tienes toda la razón. Diplomáticos y similares son afectos a estos dislates; será quizá por buscar emociones que no encuentran sobre su escritorio.
En Santa Cruz, en general, fontaneros y camareros recibían su paliza sin mediar maletín alguno.
Un beso.
Eleuterio.

Anónimo dijo...

Dilecto amigo:
Comparto la opinión de Eulalia en cuanto a que la investidura no constituye un control al nivel secretor de hormona, aún cuando Eulalia debe conceder que la limitación de la animalidad se obtiene de un proceso de control, de orden intelectual; salvo cuando el cristiano no es del gusto del sexo complementario, en cuyo caso se presentan dos alternativas: el autocontrol forzado o bien la práctica desenfrenada de la emasculación.
Mis atentos saludos
Fernando Oliveira
Sub Editor.

Eleuterio Gálvez, el cónsul temerario dijo...

Distinguido amigo:
Leo y releo su escrito, y decido rumiarlo esta noche, que algún sentido diáfano de seguro habrá de tener. Me recordó, sin quererlo, los afanes de Lafourcade cuando explicaba su búsqueda de la ataraxia eudemónica.
Saludos,
Eleuterio Gálvez.