
La Licenciada Peredo era muy conocida en aquel karaoke del Segundo Anillo. Se sentaba a la mesa, luego se levantaba a saludar un par de mesas más alla, brindaba con los dueños, volvía. A cada uno de sus acompañantes nos dedicaba un par de minutos y su sonrisa. Era toda vitalidad y sus cuatro acompañantes sabíamos que, cuando abandonaba la mesa, a su regreso el turno era para otro de nosotros, quien en los próximos dos minutos podía captar totalmente su atención. Como recensión, transcurrido ese breve lapso, la Licenciada sonreía y cambiaba de tema. Nos contaba historias y anécdotas del rubro farmacéutico que, increíblemente, resultaban tener gracia, como la de aquel diputado que entró a comprar un potente fungicida y fue reconocido por todo el mundo, pese a usar anteojos oscuros. Claro, era de noche y fue precisamente eso lo que llamó la atención. Al día siguiente, nos contaba, se especulaba en la primera página de "El Deber" que este diputado padecería una grave enfermedad contagiosa y su asesor de prensa debió achacarle la enfermedad a su suegro quien, al no haber sido consultado y militando en otro partido, y pese a vivir en el exterior, fue contactado por un canal de televisión y se expidió, digamos, con vehemencia en contra de su yerno, lo que obligó a su vez al diputado aludido a acudir a su asesor, nuevamente, esta vez para reconocer su error, dando parte de enfermo e indicando que por prescripción médica descansaría en su finca un par de meses.
La Licenciada intercalaba comentarios a guisa de presentaciones entre sus acompañantes, quienes, me dio la impresión, éramos todos desconocidos entre nosotros. Uno de ellos era su socio y pariente, el Licenciado Peredo; el otro, el Dr. Justiniano, químico-farmacéutico y miembro, al igual que ella, del Directorio de la Asociación Farmacéutica. Por último, un tipo que parecía ser un amigo aventajado de la Licenciada, que se presentó como Dr. Vaca Díez, cirujano plástico.
Cuatro varones, sentados a la mesa presidida y dirigida por la Licenciada Peredo.
En cierto momento comenzó el baile, con orquesta y todo. En una gran mesa del otro extremo había un grupo ruidoso, al parecer de argentinos. Alguno de ellos pidió un tango y aproveché para invitar a la Licenciada a la pista. "Yo no bailo, gracias", me acarició con su sonrisa. Me volví a sentar. Una pareja de aquella gran mesa se lucía bailando, de un modo que parecía profesional. Había poca luz, pero en un instante pude verles el rostro a ambos y me parecieron conocidos. Creí que talvez los pude haber visto en un espectáculo de danza, especialmente a ella y sus ojos, en Buenos Aires o Madrid. No sé. A veces falla la memoria, pero una mirada queda grabada como un tatuaje.
En nuestra mesa avanzaba la alegría y poco a poco noté que la Licenciada me dedicaba más miradas. "Nos vamos" dijo bien pronto, al tiempo que se levantaba. Su socio le ofreció llevarla y yo atiné a despedirme. "No, vos te vas conmigo", me dijo, dando besos volados de despedida a los demás.
Cuatro varones acompañamos, esa noche, a la Licenciada Peredo y sólo yo, esa noche, gocé de sus favores. Con pericia condujo a velocidad sideral, riéndose al cruzar con semáforos en rojo y pasando en frente de unos policías de talante no muy convincente que, a decir, verdad, dudo que nos vieran.
Estacionó, porque no entró, sino que la Licenciada Peredo estacionó directamente en un motel, luego de trasponer la entrada sin reducción de velocidad alguna, francamente con escándalo y, además, con mucho peligro para cualquier peatón que se aventurase en aquel momento por ahí. El estacionamiento, individual, conectaba directamente con una suite en la planta alta, y hasta ahí subimos, yo de la mano de la Licenciada, agitado no sé si por la velocidad de nuestra llegada o por el pronóstico de abundancia que se me ofrecía.
La Licenciada intercalaba comentarios a guisa de presentaciones entre sus acompañantes, quienes, me dio la impresión, éramos todos desconocidos entre nosotros. Uno de ellos era su socio y pariente, el Licenciado Peredo; el otro, el Dr. Justiniano, químico-farmacéutico y miembro, al igual que ella, del Directorio de la Asociación Farmacéutica. Por último, un tipo que parecía ser un amigo aventajado de la Licenciada, que se presentó como Dr. Vaca Díez, cirujano plástico.
Cuatro varones, sentados a la mesa presidida y dirigida por la Licenciada Peredo.
En cierto momento comenzó el baile, con orquesta y todo. En una gran mesa del otro extremo había un grupo ruidoso, al parecer de argentinos. Alguno de ellos pidió un tango y aproveché para invitar a la Licenciada a la pista. "Yo no bailo, gracias", me acarició con su sonrisa. Me volví a sentar. Una pareja de aquella gran mesa se lucía bailando, de un modo que parecía profesional. Había poca luz, pero en un instante pude verles el rostro a ambos y me parecieron conocidos. Creí que talvez los pude haber visto en un espectáculo de danza, especialmente a ella y sus ojos, en Buenos Aires o Madrid. No sé. A veces falla la memoria, pero una mirada queda grabada como un tatuaje.
En nuestra mesa avanzaba la alegría y poco a poco noté que la Licenciada me dedicaba más miradas. "Nos vamos" dijo bien pronto, al tiempo que se levantaba. Su socio le ofreció llevarla y yo atiné a despedirme. "No, vos te vas conmigo", me dijo, dando besos volados de despedida a los demás.
Cuatro varones acompañamos, esa noche, a la Licenciada Peredo y sólo yo, esa noche, gocé de sus favores. Con pericia condujo a velocidad sideral, riéndose al cruzar con semáforos en rojo y pasando en frente de unos policías de talante no muy convincente que, a decir, verdad, dudo que nos vieran.
Estacionó, porque no entró, sino que la Licenciada Peredo estacionó directamente en un motel, luego de trasponer la entrada sin reducción de velocidad alguna, francamente con escándalo y, además, con mucho peligro para cualquier peatón que se aventurase en aquel momento por ahí. El estacionamiento, individual, conectaba directamente con una suite en la planta alta, y hasta ahí subimos, yo de la mano de la Licenciada, agitado no sé si por la velocidad de nuestra llegada o por el pronóstico de abundancia que se me ofrecía.

Aquella noche, acabada la apoteosis, me sumergí en un sueño profundo.
Cuando amanecía, desperezamos con golpes a la puerta. La Licenciada, con toda la iniciativa que siempre la caracterizó, se adelantó, cubierta de su gran bata púrpura y abrió sin más. Yo miraba prudente y púdicamente en un segundo o quizá tercer plano...
-El doctor Vaca Díez está muerto...-, recitó el policía. -Lo siento, Licenciada, queda detenida- completó.
-El doctor Vaca Díez está muerto...-, recitó el policía. -Lo siento, Licenciada, queda detenida- completó.