lunes, 18 de diciembre de 2006

Los Médicos Apaches


Hoy debo dejar el departamento. El arrendatario llegará a mediodía y sigo esperando una nueva destinación. Me seduce el ofrecimiento del Licenciado Adulón para hacerme cargo de este nuevo emprendimiento; me refiero al asunto de certificación de calidad. Sé que mi amigo no es del todo confiable, pero quiero creer -siempre he preferido obrar así- que sus incumplimientos o inexactitudes se deben a una mala planificación, a la mala suerte, nunca a la mala intención.
Dejo el departamento, que entregué en arriendo amoblado, y camino sin rumbo. Mi equipaje queda en custodia en el terminal rodoviario, y no por mera convención: una ciática me impide seguir caminando con la maletota, aunque tenga ruedas. Pienso que, talvez, me haría bien una sesión de baño turco. Busco un local que vi en el centro, en una galería apartada, pero no logro dar con él. En vez, doy con un sitio con aspecto de consulta dental, presidido por el siguiente letrero: "Médicos Apaches del Amazonas". No sé por qué, entro. El local está repleto de gente modesta. Una dependienta repara, supongo, en mi vestimenta -suelo vestir de traje y corbata, con prendedor de perla- y me hace pasar de inmediato. Me recibe un tipo que dice ser colombiano, habla como cubano y es, con seguridad, chileno. Viste delantal de médico, aunque con multitud de pulseras, esclavas y anillos de oro. Me ofrece asiento, me hace servir un café humeante que bebo sin remilgos y trabamos amena charla o, más bien, me avengo a escuchar una divertida declaración de principios de la galénica alternativa apache, "lo que pasa es que, antiguamente, los apaches bebieron de la fuente de la sabiduría de las tribus amazónicas", me explica. Le pregunto si no le parece un poco difícil que, mediando tamaña distancia, esos dos pueblos hayan tenido contacto. No me entiende exactamente y se lo explico utilizando como unidad de medida las jornadas de viaje a pie que, supongo, tomaría desplazarse desde cualquier punto del Amazonas a cualquier sitio de Norteamérica. "Ah, eso está fuera del entendimiento occidental", contesta; "es sólo cuestión de fe", agrega. Acto seguido da por terminada la charla y me pide una colaboración, "yo no cobro, es para la obra", me aclara. "Lo que pasa es que tú tienes mucha pesadumbre sobre los hombros y debes a-li-via-nar esa carga. Y yo creo que es el dinero lo que te pesa. Sí, te pesa porque lo has convertido en un ídolo, como hacen tantos otros. Pero aquí no cobramos, porque todo lo que nos dan, cuando tú nos das, todo ese poco dinero que recogemos, es un mero instrumento, para engrandecer la obra; y la obra ha seguido creciendo y tenemos un templo en Recoleta. Quiero invitarte, hermano, porque nosotros ahora somos cristianos..."

Entonces recordé una noticia leída días atrás. Se trata de una iglesia organizada por un "obispo" que reclutó casi exclusivamente a jubilados y a varios de ellos los convenció de hipotecar sus casas para engrandecer la obra. Tiempo después comenzaron los desalojos judiciales y la indignación cundió. Solía hablar, el obispo, de las "palomas de la paz", refiriéndose a cada uno de sus cooperantes hipotecarios, que con su testimonio de desprendimiento llevaban la palabra al círculo de sus amigos y familiares, pero lo cierto es que tanta ave vilipendiada se transformó en una estiercolera de demandas y querellas. Le pregunto si él es el obispo. "No", me dice, "lamentablemente nuestro hermano ha tenido que pasar a la clandestinidad, pero la palabra sigue escuchándose, clara y fuerte, en nuestro programa radial", agrega, mientras me señala la ubicación en el dial, escrita en un calendario de bolsilo que me regala, con la imagen de un Cristo con atuendos originalísimos; "la palabra nos llega semanalmente en un cassette y por supuesto que no sabemos dónde está nuestro hermano; y es mejor así, porque las leyes de los hombres no sabrían, no podrían entenderlo. Nosotros respondemos ante Dios, porque la ley de Dios es la que nos rige, no la de los hombres".

Abandono el local sin pesadumbre; en realidad, olvido por momentos mis preocupaciones y no puedo evitar sonreír. No puedo dejar de pensar en el Licenciado Adulón, que de buen grado abriría una sucursal de esta iglesia en su país. Se me escapa una carcajada que resuena en la galería, semivacía a esa hora, con sus peluquerías y tiendas de bisutería.

Entro a almorzar en un barcito de bajo, de bajísmo precio. Por la radio AM de la cajera se escucha con suficiente nitidez: "Queridos hermanos, desde la clandestinidad y porque no tememos en presentar cara ante Dios, les habla..."

domingo, 17 de diciembre de 2006

Mi Amigo el Policía

El auto era pequeño. Las ventanas eran tan oscuras que, con seguridad, nadie nos veía desde el exterior. Nadie, tampoco, se aventuraba por ahí, salvo algunos campesinos que esporádicamente pasaban, un par de ellos portando pancartas, dirigiéndose, al parecer, a una concentración en el Parque Urbano.

El tipo de la casaca amarilla era, sin duda, el jefe. Rubicundo y de acento camba, no era ni necesitó nunca ser policía. Los demás, meros ganapanes de uniforme, más bien collas.

-Queremos el maletín- fue todo lo que dijo.

-No lo tengo, me lo han robado- respondí.

-Por última vez: ¿dónde está el maletín?- repitió.

Cuando se está entre dos tipos, en el asiento trasero de un auto, la propia vulnerabilidad alcanza grado sumo. Lo aprendí aquella vez, cuando contesté:

-Ya dije que no lo tengo. Alguien me lo sustrajo anoche.

El jefe me dio un golpe de puño, mientras mis dos acompañantes me sujetaban de los brazos y comenzaron a darme codazos aleves, hasta que uno de ellos terminó apoyando el caño de un arma en mi costado.

-Por favor... créanme-, alcancé a decir, con el clásico sangrado de narices que a uno lo aqueja en estos casos.

La montonera de golpes sólo igualó en intensidad a la de improperios. Mis quejidos y ruegos, en cambio, sólo eran notas decorativas, agudas campanillas en el tráfago de sonidos sordos y feroces.

-Doctor, es mejor que hable- intervino el policía al volante. –No es bueno para su salud, ni tampoco para la nuestra, que todos tenemos familia y después uno llega a casa tenso y enojado por estas dificultades. Aliviánenos la carga y ayúdenos a hacer patria. Ya le dije: yo soy responsable por Usted.

En ese instante llamaron al celular del jefe. El tono de llamada era plácido, de un bibliotecario que desea no molestar a los lectores cuando lo llama su madre. El tipo contestó de inmediato. Dijo un par de frases y cortó.

-Tienen el maletín. Quieren negociar.- dijo.

-¿Estás seguro?- preguntó el policía.

-Sí. Es el Dr. Justiniano. Dice que lo recuperó mientras este tipo -me indicó con un ademán-
salió a emborracharse anoche.
Oí un click, como de bala pasada y dispuse mentalmente de mis últimos segundos de vida.

-No, dentro del auto no, luego no hay cómo sacar los restos de pólvora. No le demos argumentos al Dr. Justiniano. Sáquenlo.- dijo el jefe.

Mis dos acompañantes me invitaron a descender del vehículo.

-Déjenlo que corra y le dan.- agregó el mandamás cuando ya habíamos descendido. Cada uno de mis custodios me sostenía de un brazo. Pasaba entonces un par de campesinos. Un camión cargado de gente rumbo a la concentración se detuvo a pocos metros de nosotros para recogerlos.

Entonces, decidí hacer algo, no sabía exactamente qué o, más bien, cómo. Debía golpear a uno de mis custodios. Lo hice. El otro desenfundó con la mano libre y escuché un disparo, no supe de quién. Me zafé y corrí. A los pocos pasos tropecé. Los campesinos se alarmaron y, tras el primer estupor, se abalanzaron contra mis custodios, juzgándome, como era obvio,
el más débil. Así funcionan las masas, habría pensado, si hubiese sido un tranquilo espectador, pero mis urgencias eran otras. Me puse de pie y seguí corriendo. Escuché ruido de parabrisas trizados y de puntapiés hundiendo carrocerías, junto a varios disparos. Media cuadra más adelante, volteé y vi cómo el auto de mis captores retrocedía a toda velocidad, mientras uno de sus ocupantes arrojaba una bomba de humo. Corrí otro poco, con la abierta resolución de salir del país de inmediato. Ya podría explicarle todo a mi amigo Alberto, que en ese instante estaría arribando desde Buenos Aires. Estaba agitado. Encontré un taxi.

-Al aeropuerto Viru Viru.- pedí al chofer.


domingo, 10 de diciembre de 2006

El Maletín











Sólo el recuerdo de las peripecias en que me envolvió el asesinato del Dr. Vaca Díez logra sacarme de mi preocupación actual: como ya saben, di en arriendo mi departamento; pero, como era de suponer, no hay novedad alguna con mi regreso a Zamboanga o con alguna nueva destinación. Ahora bien, pasados todos estos años, resultará evidente para ustedes que zafé del asunto de la desaparición del Dr. Vaca Díez, en aquella ocasión, y que, en esa ocasión, pude retomar a tiempo mi puesto en Filipinas, antes que se declarase su vacancia; y si entonces pude, pienso: ¿por qué ahora no puedo reasumir mi puesto, si no hay, siquiera, un cadáver de por medio?
Fueron más de dos, varios más de dos, los whiskys que me invitó el Licenciado Adulón, pagados por él esta vez. Dudaba si contarle o no de mis preocupaciones, pues entonces no era, ni aún lo es, de mi absoluta confianza. Cómo decirlo: es leal, pero se distrae fácilmente. Esa noche, en el bar de Los Tajibos, se largó con un discurso sobre la amistad, los negocios y sus dificultades, de cómo más importante que tener plata (y en esto ponía mucho énfasis) es tener amigos; y él me consideraba su amigo en todo sentido. Así siguió discurseando y asentía, yo, mientras empezaba a sonreírle a una rubia delgada y a la vez untuosa, pasada por lo andino, como diría una amiga, que sentada en la mesa contigua me coqueteaba abiertamente, tan graciosa, con su vestido turquesa de raso, con ropa interior asomante, al tono. Estaba acompañada de un hombre que era su hermano, me dijo, de visita en Santa Cruz. No supe si eran sus curvas o el whisky, pero me embriagué con resolución. Bailamos, creo, y nos reímos, afirmo, y malamente recuerdo que montamos ella y yo, sin su hermano, en el 4x4 del Licenciado, quien también estaba acompañado por otra chica, parece, que no sé de dónde salió, aseguro. Pese a que intento un riguroso recuento de los hechos, sólo recuerdo o imagino unos besos y caricias algo gruesas.
Aquella noche, ya de madrugada, fui devuelto, me parece, como una imagen milagrera a mi hotel; esto es, en andas, que por mis propios medios no era capaz, sigo queriendo recordar, de actividad locomotora alguna.
El teléfono sóno un par de veces y, pese al yunque que creí tener sobe el cráneo, contesté, recordando de súbito mi situación policial. Era el fiscal. Enviaría por mí en media hora para "conversar", pidiéndome que reconociera algunas pertenencias del Dr. Vaca Díez. "Yo apenas lo conocí", intenté, pero el fiscal cortó. Colgué el tubo del teléfono y entonces vi el cenicero con colillas manchadas de lápiz labial... ¡el maletín!
Me incorporé y ni caso hice al dolor de cabeza. Bajo la cama, en el baño, no estaba. En el closet. En el frigobar. Fue inútil. Recordé el auto de la Licenciada. Aunque improbable, revisé la posibilidad de que lo hubiese guardado de nuevo en la baulera. Había dejado el auto, el día anterior, en el estacionamiento de mi hotel. Bajé. La baulera estaba forzada, la cerradura destrozada. No estaba, obviamente, el maletín. No me atreví a preguntar al personal del hotel. Me atreví, apenas, a asomarme a la calle. Los policías que la noche anterior aún estaban, cuando salimos con el Licenciado Adulón, ahora no estaban. En cambio, estaba otro vehículo policial, a bocajarro.

-Dr. Gálvez, vengo a recogerlo-. Era el mismo policía que me había entregado el día anterior el papel de parte de la Licenciada. No venía solo. Lo acompañaba un tipo vestido de civil, de llamativa casaca amarilla, que no me miró ni habló en todo el viaje.

El fiscal, apellidado Justiniano, me recibió sin levantarse. Observaba unas fotos de un cadáver semidesnudo. Se demoró. Yo seguía de pie. Sólo al rato me las alcanzó. Eran del Dr. Vaca Díez.

-Tiene heridas cortopunzantes. Este escalpelo estaba junto al cuerpo- dijo. Me mostró un utensilio reluciente, con manchas color sangre seca. -El forense dice que con esto lo ultimaron. Parece que pertenecía al occiso, pero no hemos encontrado su maletín, ¿qué le parece?

Asentí, no sé por qué.

-Usted es amigo de la Licenciada Peredo, ¿verdad? Entiendo que la noche del homicidio se fueron juntos del karaoke- continuó, mientras revisaba otros papeles.

-Sí, somos amigos, aunque desde hace muy poco, pero ahora somos...- deploré mi ocurrencia al mismo tiempo que la pronunciaba y me detuve.

-Lo escucho, Dr.

-Bueno, ahora somos... sí..., amigos.

-Ah, muy bien. ¿Quién cree Ud. que pudo querer matar al Dr. Vaca Díez?

-No tengo la menor idea, la verdad, sólo lo conocí aquella noche y sé que era cirujano plástico.

El fiscal levantó la vista.

-¿Cirujano plástico? El Dr. Vaca Díez era oftalmólogo. Un conocido oftalmólogo.

-No sé... yo conversé con él y me comentó que lo suyo eran los implantes mamarios- el fiscal me miraba entre divertido e incrédulo.

Pasó un rato, corto pero demasiado largo para quien está de pie, con una foto de un cadáver en la mano, en suelo extranjero, intentando sostener la mirada de un fiscal, sentado, quien sostiene, en su mano, un escalpelo tan directamente conectado con el sujeto cuyo retrato ensangrentado yo sostenía en la mía. Finalmente sonó su celular y el tipo salió para contestar. Largo rato después, vino el policía que me había traído, me informó que podía irme y ofreció llevarme de vuelta al hotel.

-No, muchas gracias- dije mientras avanzaba hacia la calle, recordando que debía recoger a Alberto en el aeropuerto, donde no quería llegar con custodios uniformados.

-Insisto, Doctor. Yo soy responsable por Ud.- dijo el policía.
No tuve opción. Me invitó a subir a un auto blanco, con las ventanas polarizadas. No parecía un vehículo policial. Me senté en el asiento trasero y entonces vi al tipo de la casaca amarilla en el asiento del copiloto. Sendos policías entraron, por cada una de las puertas traseras, con deliberada brusquedad y quedé en medio de ambos. El auto partió y enfilamos por una polvorienta avenida, en una zona poco transitada, de galpones y sitios eriazos. Muy pronto se detuvo. Entonces el tipo de la casaca se volteó.

-Ahora vamos a conversar- dijo.

sábado, 9 de diciembre de 2006

Buscando Ayuda


Esa mañana, luego de chequear mi identidad, los policías habían decidido, de momento, excluirme de sus indagaciones. Conseguí algo de ropa y chocolates para la Licenciada y la visité en la comisaría de la Policía Técnica Judicial (PTJ). Vestía aún su gran bata púrpura y contestaba con desdén a las indicaciones del comisario.
-Es importante mantenerse tranquilo-, me dijo al oído mientras le besaba la mejilla.
-Sí, pronto saldrás de esto- contesté.
-No. Me refiero a otra cosa. Luego te explico.
En ese momento entraba el fiscal, Justiniano se apellidaba y rápidamente ordenó mi salida y la de otros visitantes. Un policía me entregó un papel, "de parte de la Licenciada", me dijo, sin dejar de escrutarme y tardando más de la cuenta en la breve acción. Por fin soltó el papel y lo guardé, lo más rápido que pude, maldoblándolo. El crepitar hizo levantar los ojos al fiscal. También me miró la licenciada. Me sonrió. Salí.
Mi corazón se desaceleró sólo después de la segunda cerveza, en un chiringuito a tres cuadras de la PTJ. No me atrevía a mirar el papelito. Me atreví. "El maletín del Dr. Vaca Díez está en la baulera de mi auto", decía escuetamente.
¿Qué hacer? ¿Qué quería la Licenciada que yo hiciera?
Como autómata entré al estacionamiento del motel, donde aún estaba su auto. El encargado me entregó las llaves sin preguntas.
El auto era un "transformer", importado desde Japón con poco uso, con el volante a la derecha de fábrica y cambiado a la izquierda junto con los pedales, de manera artesanal. Por este motivo, los marcadores quedaban frente al copiloto y cuando la Licenciada había querido revisar el combustible a la salida del karaoke, apoyando su mano en mi pierna para observar mejor el marcador, no pude evitar imaginar que se aplicaría a una fellatio sin preámbulos. No fue así.
Salí raudo, y me estacioné en las cercanías. El maletín del Dr. Vaca Díez sólo tenía implementos propios de su profesión. Estaba desconcertado. Revisé nuevamente el papelito y reparé en un doblez. "Si no podés, por favor buscá un especialista", decía.
No conocía prácticamente a nadie y la Licenciada, según el telediario, había sido formalizada por homicidio esa misma mañana. Se mencionaba que fue detenida en compañía de un extranjero, a quien, por ahora, no se identificaba.
Encerrado en mi habitación, trataba de pensar. Me sobresaltó el teléfono. Era el Licenciado Adulón invitándome a unos whiskys.
-No tomes a mal nuestra conversación de anoche, hermano, nadie quiso ofender a nadie; son cosas de hombres.
No quise que el Licenciado sospechara y acepté. Me recogería en mi hotel a las nueve de la noche. Antes, debía encontrar ayuda, algún especialista, como decía la Licenciada o, por lo menos, alguien de mi absoluta confianza. Revisé concienzudamente mi arrugada agenda, aumentada con innumerables sobres y papelitos y al fin lo encontré. "Alberto Santoro, investigaciones privadas" rezaba su tarjeta, junto a un número telefónico en Buenos Aires. Disqué de inmediato.
Conocí a Alberto en Santa María, mi primera destinación consular. Un poco mayor que yo, era liquidador de seguros de la marina mercante, "si se te pudre el cargamento de bananas, yo puedo determinar cómo y cuándo falló el equipo de frío, si fue accidental o por negligencia del encargado", se ufanaba. "Las bananas deben mantenerse entre 11 y 14 grados celsius", agregaba. Cuando se retiró, abrió su oficina de investigador privado, con algún éxito.
Al primer intento, nadie contestó. Me intranquilicé y miré por la ventana, a la calle. Frente al hotel estaba estacionada una patrullera y dos policías conversaban. ¿Tal vez la Licenciada se hizo acompañar deliberadamente por mí para luego culparme? ¿Qué podría significar, o que podría contener el maletín del Dr. Vaca Díez? Estaba perdido.
Volví a discar y al tercer intento me contestó una voz recia, de malevo porteño. Era Alberto y me reconoció de inmediato. "Necesito tu ayuda", clamé.
Me explicó que ya estaba retirado, que estaba enfermo y que cuando pasara por Buenos Aires lo visitara. "Alberto, si no me ayudas, es probable que no salga de Santa Cruz en por lo menos veinte años", insistí.
Le expliqué la gravedad de la (mi) situación y al fin accedió. Quise hablarle de sus honorarios y me interrumpió, "si salís de ésta, me pagás", se rió. Quise reírme.
Alberto llegaría en Aerolíneas Argentinas al día siguiente, a las dos de la tarde.
Fuertes golpes a la puerta me sobresaltaron y tropecé. Eché de menos el papelito. ¿dónde estaba? ¿en mi bolsillo, en la mesa de noche, dónde? Lo busqué frenéticamente, en vano.
-Abre, cabrón-, escuché la inoportuna voz del Licenciado Adulón.