lunes, 1 de septiembre de 2008

Cuando perdí mi Studebaker


Soy cónsul. Era cónsul. Hay algunas cosas que quiero revisar, volver sobre mis pasos para precisar algunos episodios que les he contado: no es que haya exagerado o mentido, sino que a lo mejor me equivoqué y se me deformaron en la sesera los hechos que narré.

Recordarán que hace meses fui llamado a Santiago por mis superiores a informar sobre un incidente menor en que me vi envuelto (ver primer capítulo: "Secuestro en Zamboanga") y aquí estoy aún, esperando una sanción, una nueva destinación, alguna cosa. ¡Pero si la riña en el consulado no fue mi culpa! Por lo menos, yo no la empecé. Sí reconozco –declaré en el sumario- que cuando el padre de Cadina irrumpió en mi oficina y comenzó a voltear los muebles mientras me maldecía, yo me dije “y por qué no arreglamos esto como caballeros”, y acto seguido le arrojé un busto de Diego Portales de bronce que adornaba mi escritorio. El busto era, ahí supe, de yeso dorado, y espero que por lo menos no se me sancione por despedazar a un prócer.

Lo que vino fue la fuga. Y si en otra parte declaré que huía de una arremetida de los del Frente Moro de Liberación, que arrecian allá en la parte sur del archipiélago, la verdad es que los combates eran bien lejos, creo incluso que en otra isla; pero lo que vengo solicitando hace rato es que se comprenda que no podía permanecer allí en Zamboanga, capital de la isla filipina de Mindanao, porque si me quedaba –y suponiendo que al Servicio Consular no le importe mayormente cuál pudo ser mi suerte- créanme que no sólo el busto de Portales y mi propia humanidad habrían salido dañados, sino también y con todo lo modesta que es, mi querida y tan recordada oficina consular.

El padre de Cadina supo que yo cortejaba a su hija y no lo aguantó, no sólo es varios años menor que yo, él; sino que por sobre todo ya está hace mucho en edad de casarse, ella. Cómo me habría gustado que fuésemos felices con Cadina allá en su tierra, y no estar acá escondidos, esperando la reacción de su padre y su familia. Ya he declarado que fui asaltado en mi departamento y que no robaron nada; por suerte Cadina no estaba y yo pude pasar a tiempo a la cornisa del edificio, porque eso tienen de bueno los edificios antiguos del centro, y lo que vi eran dos o quizá tres hombres de rasgos orientales, que no sé si filipinos o chinos pero en todo caso muy sabedores de artes marciales, esa técnica para destrozar cosas sin dañarse las manos, tal como ya lo había hecho el padre de Cadina y su parentela allá en Zamboanga. No, no he dicho que hayan destrozado la oficina consular, sólo que después del altercado con el padre, entraron los hermanos, primos y una infinidad de parientes varones y ahí fue cuando me desesperé y pese a mis años salté por la ventana hacia el patio, que sólo de suerte no me fracturé, pero volqué no sé que artilugio que tenía mi chofer –“chofer” es un decir porque el vehículo a mi cargo se estropeó hace un par de años-, encendido para asar algo que supongo que era para el almuerzo y ahí ya no supe nada más, salvo unas llamas altas que vi de reojo y luego unas sirenas que escuché cuando ya estaba a buen recaudo y a unas cuantas cuadras del consulado.

Mi chofer. Pobre Diosdado. Así se llama y aunque el automóvil del consulado tiene el motor fundido desde hace tiempo, no fui capaz de despedirlo: entiéndase, no tuve la entereza para ello ni los fondos disponibles para pagar su indemnización. Así que a partir de ahí seguimos en una relación laboral muy peculiar, en que yo no le pagaba y él no trabajaba, aunque sí estaba todo el tiempo en la sala de espera, viendo televisón o jugando a las cartas con sus amigos, o en el patio, como la vez de mi huida, preparando no sé qué viandas para su consumo y, también, para vender a los paseantes de ese barrio, que por suerte estábamos situados en pleno barrio del mercado, lo que nos aseguraba un trajín de viandantes a toda hora, aunque, eso sí, los escasos interesados en realizar un trámite consular nunca pudieron dar con nosotros sin que antes le diéramos toda clase de indicaciones por teléfono, y que cuando se masificó el uso de celulares en Zamboanga fue algo que francamente nos facilitó la vida: "siga derecho, ahora doble, en la mitad de la cuadra, señora, sí, de aquí la estoy viendo, sí, acá, camine y entre con confianza a este pasaje que somos todos conocidos, son todas personas de bien."

Una vez Diosdado, cuando todavía teníamos el auto pero ya no llegaba la partida presupuestaria de su sueldo, propuso que hiciéramos algún dinero. “Usted me está debiendo” dijo, y fue la manera en que lo dijo lo que no me dejó lugar a dudas, no es que me diera miedo pero era más bien que me sentía un poco obligado a hacer algo por ese hombre, tan fiel, y así fue como por primera vez en mi vida fui a una pelea de gallos, “usted sólo me presta para la primera apuesta”, me dijo y yo me sentí obligado. No es que no pueda decir que no, pero cuando a uno le dan buenas razones uno no puede negarse, ¿verdad? El caso es que Diosdado me dio muy buenas razones, perdió la primera apuesta pero seguimos apostando. Cuando ya no me quedaba dinero mi chofer me miró implorante y yo entendí. Entendí y le dije sí, “aquí están las llaves del auto”, para que fuera y sacara del portamaletas las gallinas que habíamos conseguido en el camino, porque ya que no teníamos nuestro propio gallo, sí en cambio podíamos apostar gallinas, como era ahí la costumbre. Pero Diosdado entendió mal y tiró al ruedo las llaves, se hizo un silencio y los demás lo miraron como si estuviera loco, yo mismo lo miré como si estuviese loco y me apresuré a recoger las llaves, pero fue entonces cuando un tumulto se me echó encima, “desgraciado” me dijo uno, así, en chavacano, que es el dialecto del castellano que allí se habla, “chinga tu madre”, me dijo otro, que a juzgar por el léxico empleado solía ver un canal mexicano en el cable. No culpo a Diosdado. No lo culpo incluso por no haberme ayudado, sino que en vez aprovechó la confusión para apurar la apuesta, y cuando al rato ya terminada la trifulca intenté incorporarme, pude ver cómo uno de los gallos caía exánime mientras un lugareño tomaba las llaves de mi querido Studebaker Lark 1962 y se las llevaba al bolsillo. Sí, esa es la verdad, porque aunque antes declaré que el auto tenía el motor fundido en realidad se debió a un percance ocurrido cuando ya estaba en manos de su nuevo propietario; y claro, como no conocía las mañas del embrague no pudo llegar más allá de un par de kilómetros.

Al amanecer, cuando por fin Diosdado y yo, él agotado y yo magullado, y ambos un poco bebidos pudimos tomar un bus de regreso a la ciudad, a poco andar pudimos ver a la vera del camino nuestro querido auto consular, aún humeante y despidiendo un fuerte olor a aceite quemado.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Hay que ver!
Me voy unos días de vacaciones y usted, espero que no sea en venganza, va y se pone a escribir.
Pero no le salió bien: soy la primera en comentarle, como casi siempre.
Usted me hace recordar cuando era pequeña y la única manera de tenerme quieta era que alguien iluminado se pusiera a contarme una historia, a ser posible continuación de otra que a su vez enlazaba con otra que.
Lo importante no era para a dónde iba el narrador sino la gracia con la que anduviera el camino.
Usted tiene esa gracia, amigo mío.
(Y ahora, me voy a ver por la tv si Nadal gana o no la dichosa semifinal del Open USA)
Un beso.

Eleuterio Gálvez, el cónsul temerario dijo...

Querida Benjuí:
Pues sí, reconozco cierto ánimo vengativo, porque no sólo saliste de vacaciones -lo que en principio no es censurable- sino que sobretodo te despediste con una nota en extremo escueta, sin dejar nada sobre la mesa o siquiera en el horno para nuestra degustación.
He decidido que las andanzas y tardanzas que cómo cónsul me caben, y también las que se me salen, han de ser vertidas con más premura de aquí en más.
Beijo.

Anónimo dijo...

Pues sí, da gusto comprobar que ha regresado, y en tan buena forma.

Besos orgiásticos

Noemí Pastor dijo...

Me he pasado a presentar mis repsetos al señor cónsul y me he quedado leyendo un ratito. Hasta la próxima, señoría.

Daniel dijo...

Se da Ud cuenta, luego vienen los déficits fiscales. Afectuosos saludos desde el otro lado de la coordillera (y del océano, por lo pronto)

Albornoz & Bórquez dijo...

Ínclito Cónsul:No se crea que lo hemos ( he ) olvidado. Lo cierto es que,tanto Solis como yo hemos ido a parar a otro lugares y a cumplir funciones remuneradas que nos impiden darnos unos pasos por estos éteres: Solis ejerce de prosecretario en un modesto oficio de receptor judicial y yo me las ingenio para dar unos pases-gol, también llamadas asistencias en el San Antonio Unido, puerto bastante orgulloso de sí, pero tan pobre como el anterior que habité. Cariñosos los nativos, no obstante un tanto disconformes por naturaleza. Dizque a causa del centralismo vienen acumulando problemas insolubles. No me consta. Más bien le achacaría sus problemas a lo que llaman provincianismo, lo que provoca ( y ha provocado en todo tiempo y en todo lugar) quw finalmente cada tuerto haya sido ya ungido emperador.
Le felicito como siempre por su última entrega, tan llena de datos complementarios y de frases dignas de entrecomillados. No ceje mi querido amigo, alguna vez la autoridad reconocerá sus méritos y le destinará donde uted se lo merece. A propósito, aún se encuentra vacante al puesto de Cónsul honorario en Limburgo. De más está decir que no lo pretendo por ahora: me basta con calzarme mis botines y surtir de goles a los fervorosos naturales.
Con ánimos renovados, aunque con el tiempo limitado
Su amigo
Fernando Oliveira

irene dijo...

Divertida historia, aunque tenga un fondo algo trágico. Me hace mucha gracia la relación laboral con Diosdado, "yo no te pago, y tú no trabajas", me parece lógico.
El que salió peor parado fue el Studebaker, ¡pobrecito!, da pena verlo.
Un abrazo, Cónsul.

humo dijo...

Feliz Año Nuevo, Cónsul.
Me gustaría creer que continúa usted vivo.
Besos