lunes, 1 de enero de 2007

Llegada de Alberto


Llegué al aeropuerto casi a las tres de la tarde. Pregunté en el mostrador de Aerolíneas Argentinas y supe que el avión que traía a Alberto llegó puntualmente, a las dos.
¿Qué hacer? Alberto tenía mi número de teléfono y sin duda llamaría al hotel al no encontrarme. Mientras recorría el terminal en su busca pensaba en qué tan difícil me sería salir del país. El Dr. Justiniano había recuperado el maletín, sustrayéndomelo, y resultaba que eran dos los sujetos que respondían a ese nombre: el fiscal que me interrogó y el colega de la Lcda. Peredo, quien me había sido presentado en el karaoke. Había escuchado, también, que el actual poseedor del maletín quería negociar. De algún modo, pensaba, si ya no tenía el maletín, era un hecho que en adelante mi captura sólo podría estar motivada por la necesidad de no dejar testigos.
Llamé al hotel. Efectivamente, Alberto había llamado hacía un rato preguntando por mí y su mensaje fue que me esperaría en el aeropuerto. Sólo me quedaba continuar buscándolo, tarea no del todo asequible pese a las dimensiones relativamente reducidas del terminal. No dejaba de pensar en que mis captores bien pudieron seguirme. Sabía que no necesitaba permiso especial alguno para salir del país y me acerqué al mostrador de mi aerolínea. Era factible cambiar mi pasaje de regreso para el siguiente vuelo a Santiago, al día siguiente en la mañana. Eso era muy tarde. Pregunté por el vuelo más próximo fuera del país. Sólo había uno a Sao Paulo dentro de tres horas. Acaricié esa posibilidad y me aboqué por última vez a buscar a Alberto. Llamé nuevamente al hotel. Supe que un par de policías estaban, en ese momento, preguntando por mí. Me indicaron que le pasarían la bocina a uno de ellos. Quise cortar, pero quedé estático. “Doctor, estamos queriendo hablar con Ud. de parte de la Licenciada Peredo”, dijo uno de ellos; “dice que por favor vaya a visitarla, está internada en Palmasola, ¿sabe llegar?”
Agradecí el mensaje y corté. Pensé que el dependiente del hotel ya habría informado a esos policías que yo me encontraba en el aeropuerto y me inquieté. me acerqué otra vez al mesón de Aerolíneas, preguntando por Alberto. “Su amigo ha estado todo este tiempo esperándolo”, me dijo una guapa aeromoza, “está ahí sentado enfrente”.
Dirigí la mirada en la dirección indicada: un par de mesitas y sillas junto a una máquina expendedora de bebidas. Ahí estaba, efectivamente, Alberto. Bebía un café y parecía distraído, un poco más canoso, bien vestido, barba bien recortada, de gafas oscuras. Sin duda, mi amigo seguía vigente en el mundo a veces brusco de las investigaciones privadas. “¡Alberto!”, le grité.
Alberto se puso de pie, sin mirarme, y sonrió. Comenzó a avanzar entre la gente, directo hacia mí, dando golpecitos con una especie de varilla a cada lado y a cada paso. A medida que avanzaba lo noté con claridad: mi amigo sostenía en su mano derecha un bastón retráctil. Estaba ciego.

4 comentarios:

Eulalia dijo...

Los aeropuertos son los lugares más proclives a la paranoia.
Odio los aeropuertos.
Odio quedar con nadie en el aeropuerto.
Un beso, de todos modos.

Solis dijo...

Cónsul: Su historia en Santa Cruz es claramente delirante, sin embargo, creo que no debe dejar de lado sus aproximaciones a los Médicos Apaches. Tanto por su poesía como por su actualidad.
La licenciada Peredo debe estar, ahora, mucho más preocupada de la autonomía cruceña que de sus deslices internacionales. Y usted, sin Cadina.
Hágame caso, olvide los aeropuertos y céntrese en sus próximas apariciones por el Portal Fernández Concha.
Con afecto, aunque no lo crea
Solis

Anónimo dijo...

Egregio Maestro: Reciba usted mi abrazo cariñoso.
Disculpe que no escriba más, pero las lágrimas me impiden ver el teclado.

Solis dijo...

Gálvez:
Como podrá haber visto, a Oliveira, lo sobón no se le quita ni con orden judicial.
Que tenga un año digno de usted.
Solis