lunes, 2 de noviembre de 2009

Carta para Lumumba


   En mis inicios... me corrijo, antes de iniciarme en el noble oficio consular, tuve un apronte que, sin duda, me forjó el carácter para esta ocupación, en ocasiones tan peligrosa como montar un monopatín sin desempañador; o, quién sabe, confirmó que si algún puesto obtenía en la nutrida Administración del Estado ("cucharón radical", que le llamaban, aludiendo al entonces vigoroso partido laico y republicano), éste debía necesariamente estar sito fuera de nuestras fronteras, "para mayor decoro de la república", como me lo explicó por entonces un embajador de carrera.
   Me refiero a un traspié sufrido por mi tío Alcibíades, quien por entonces tenía el extraño puesto de embajador itinerante ante los países africanos. Corría el año 1960 y ya eran varios los países descolonizados en ese continente. Nuestro gobierno, titubeante ante los rapidísmos cambios de régimen,  orientación ideológica y hasta nombre de los noveles estados, se decidió por esa curiosa forma de ser representado: un embajador viajero, itinerando de un país a otro, recibiendo por télex o por teléfono las últimas instrucciones conforme al último golpe de estado en curso en sus distintos destinos. Tío Alcibíades (nunca la familia pudo encontrarle un diminutivo) era a fines de los 50' segundo secretario en la embajada en Madrid y hay quien dice que, ante la insistencia del embajador en destituirlo por un asunto de faldas, el aparato radical creó para él la figura itinerante ya dicha. El asunto de faldas, vale aclarar, se resolvió cuando tía Eurenice se mudó a la garçonière que le instaló el embajador y mi tío partió solo a sus nacientes destinos africanos.
   Pues bien, sucedió que, mientras tío Alcibíades viajaba en un bimotor DC-3 rumbo a Kinshasa, capital del Congo, el Primer Ministro Lumumba fue depuesto y encarcelado por su hasta entonces amigo y Jefe del Ejército, el Sr. Mobutu. Ignorante de esto, una vez llegado al aeropuerto de Kinshasa tío Alcibíades tomó de inmediato un taxi rumbo al Ministerio de Relaciones Exteriores, dispuesto a presentar sus credenciales. No le inquietó el excepcional control militar de las principales calles, pues para ese entonces juzgaba esto un rasgo típico de sus nuevas destinaciones. Traía, también, una carta para el Sr. Lumumba, que un antiguo amigo común le había entregado en Madrid.
   Y ocurrió entonces que, llegado al Ministerio, en medio de afable charla con los funcionarios que ofrecieron té o whisky al visitante, tío Alcibíades informa que trae una carta para el Sr. Lumumba.
   -¿Acaso no sabe que él...- titubeó el funcionario, -él fue depuesto y se halla bajo arresto? -completó mientras agarraba la carta.
   Al escuchar esto, tío Alcibíades inconscientemente, es decir, instintivamente pero, sobre todo, inconsciente en el sentido de no medir las consecuencias, retuvo la carta y forcejeó con el funcionario a ver quién se quedaba con el sobre, ya convertido en un arrugado espiral. Ganó tío Alcibíades y aunque nunca me lo confirmó, juraría que habría dado algo más que un día de salario por haber entregado voluntariamente el sobre, porque de inmediato tres o cuatro se le abalanzaron y, junto con quitárselo -el sobre- lo pusieron bajo arresto, -a tío Alcibíades-  sospechado de alta traición o algo así.
   Yo por entonces era un joven militante de la Juventud Radical y, dado mi parentesco con el Sr. embajador y mis muchas ganas de ganarme la vida, casi la pierdo, aunque gozosamente, eso sí, conforme al color con que se mira las cosas a través del único cristal  de que disponía en aquellos juveniles años.
   En efecto, fui contactado -reclutado, preferí por mucho tiempo decir- por un viejo correligionario, para viajar a un país que por entonces no figuraba en los atlas del ministerio y del que no se disponía siquiera en toda la cancillería de un solo número telefónico. Mi encargo consistía en obtener la liberación de tío Alcibíades, gastando no más de las mil quinientas libras esterlinas asignadas y prometiendo, eso sí, todo lo que quisiera, pues no haría falta en lo sucesivo honrar las promesas hechas a un tal Mobutu.
   Llegué en apenas tres días de viaje a Kinshasa, la Léopoldville de El Corazón de Las Tinieblas. Pensé entonces en Marlow, el protagonista; y, como él, sentí también cierta pesantez no bien puse un pie en la pista del aeropuerto, cubierto de un asfalto empapado, caliente y ondulante.
   continuará...

4 comentarios:

humo dijo...

Buen regalo de cumpleaños me ha traído usted con el inicio de una nueva historia.
Quiero creer que le regresaron las ganas de escribir, y que podré volver a disfrutar de sus aventuras.
Como siempre, un beso.

Eleuterio Gálvez, el cónsul temerario dijo...

Humo: Gracias por tu visita; no sé si disfrutaras, pero sí te voy a entretener.
Un beso.

humo dijo...

Es usted un vago irremediable.
Besos pascuales.

Eleuterio Gálvez, el cónsul temerario dijo...

Mira Humo, hoy te he dado un fuerte mentís.
Besos.